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La Democratización de la Justicia (o el fin de la república)

LA DEMOCRATIZACIÓN DE LA JUSTICIA
(o EL FIN DE LA REPÚBLICA)

Por Denis Pitté Fletcher
Enviado por Hugo César Renés.

Los proyectos de reforma del Poder Judicial anunciados por la presidente Cristina Fernández de Kirchner por cadena nacional implican, de ser sancionados como leyes, el fin definitivo de la República y de los derechos individuales.
Para comenzar, conviene recordar la frase de Séneca: “Para quien no sabe hacia dónde va nunca hay vientos favorables”. Por ello, antes de analizar esos proyectos de reforma conviene mostrar cuál es el sistema que define a una república y cuál es su diferencia esencial con la democracia lisa y llana. Entender la importancia de los valores republicanos en la vida cotidiana de cada persona.
El sistema republicano se fundamenta básicamente en que las mayorías no tienen derecho de violar los derechos de las minorías. Y la minoría más minoritaria es la del individuo. Es decir, que todo individuo posee derechos inalienables y naturales que no pueden ser violados por el gobierno ni por terceros. Son los derechos individuales a la vida, a la libertad, el derecho de propiedad, y el de la búsqueda de la propia felicidad. Allí reposa la seguridad jurídica que es la razón de ser de una Constitución republicana.
En cambio, la democracia es, por definición, el gobierno de las mayorías. Y los representantes de esas mayorías circunstanciales –representantes que en realidad operan por propio interés- tienden al poder político absoluto en tanto no existan diques constitucionales que los limiten y contengan. Tan es así que Thomas Jefferson, uno de los Padres Fundadores de los EEUU, declaró alarmado que “Un despotismo electivo no es el gobierno por el que luchamos”. También James Madison en El Federalista expresó con relación a las mayorías ilimitadas que “Tales democracias han sido siempre espectáculos de turbulencia y conflicto; se han encontrado siempre incompatibles con la seguridad personal o los derechos de propiedad”.
Madison lo decía también en estos términos: “Cuando una mayoría se puede reunir para oprimir a una minoría, nos encontramos en el estado de naturaleza donde el individuo más débil está a merced del más fuerte”.
Pues, tal como afirmara James Bovard, “La democracia debe ser algo más que dos lobos y una oveja votando sobre qué se debe cenar”. En línea con el padre Félix Varela: “Jamás lo que es injusto será justo porque muchos lo quieran”.
El historiador Lord Acton se expidió en ‘The Rambler’ en similar sentido: “El dogma de que el poder absoluto puede, por la hipótesis de su origen popular, ser tan legítimo como la libertad constitucional, está enrareciendo el ambiente”.
Y nuestro Alberdi lo describía con igual convicción: “La Patria es libre cuando no depende del extranjero, pero el individuo carece de libertad cuando depende del Estado de una manera omnímoda y absoluta”.
Y todas esas apreciaciones se fundamentan, finalmente, en la naturaleza humana. Fue James Madison quien en la carta 51 de El Federalista reconoce la falibilidad del hombre que antes de Hume había sido reconocida por el cristianismo: “el justo peca siete veces”, “el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra”. Así, al referirse Madison al gobierno, expresa algo que considero trascendente: “¿Pero qué es el gobierno en sí sino la mayor reflexión sobre la naturaleza humana? Si los hombres fueran ángeles, no sería necesario el gobierno. Si los ángeles fueran a gobernar a los hombres, no sería necesario ningún control externo ni interno al gobierno. Al organizar un gobierno que va a ser administrado por hombres sobre hombres la mayor dificultad yace en esto: se debe capacitar primero al gobierno para controlar a los gobernados y en segundo lugar a controlarse a sí mismo”. Pues, como apuntara sagazmente John Locke, “los monarcas también son hombres”.
Ahora bien; las leyes dictadas por el Congreso son precisamente la manifestación coercitiva de los representantes de las mayorías. Si no existiera límite alguno para las leyes, las mayorías –o, más bien dicho, sus representantes-, a través de las leyes, someterían a los individuos a su antojo. Resultando falso, por otra parte, que su origen electoral garantice la ausencia de abusos. Baste recordar que Hitler fue votado por el 90% del pueblo alemán, y que Jesucristo fue condenado por la mayoría circunstancial de su época. Por no dar ejemplos más recientes, a fin de no generar la polémica propia de lo hechos aún no pasados a reflexión.
De allí que Alexander Hamilton, en el capítulo 78 de El Federalista, señalara que el deber de los tribunales de justicia es “el declarar nulos todos los actos contrarios al sentido evidente de la Constitución”. Y su fundamento reposa en que la Constitución es dictada por una mayoría muy superior a la requerida para las leyes, pues la Constitución refleja el espíritu del pueblo. Y el espíritu de todo el pueblo, que es el mandante, no puede ser violado por las leyes de los mandatarios, que representan solo a una parte del pueblo.
Sigue diciendo Hamilton que “esta conclusión no supone de ningún modo la superioridad del poder judicial sobre el legislativo. Solo significa que el poder del pueblo es superior a ambos y que donde la voluntad de la legislatura, declarada en sus leyes, se halla en oposición con la del pueblo, declarada en la Constitución, los jueces deberán gobernarse por la últimas referencia a las primeras”.
Se trata del sistema del Rule of Law, que hizo de los EEUU la mayor potencia de la historia universal y donde se respetan en mayor grado los derechos individuales, pues inventaron –con la ayuda de Montesquieu- el mecanismo que los garantiza: el Poder Judicial independiente, principalmente la Corte Suprema.
En ese sistema la Constitución garantiza los derechos fundamentales y les otorga a los jueces el poder para anular las leyes que contradigan esos derechos. De este modo, las mayorías ya no son ilimitadas sino que están sujetas a la Constitución. Esta concepción trascendente fue llevada a la práctica por primera vez en 1803 por el Juez John Marshall en el famoso caso ‘Marbury vs. Madison’, que se constituyó en el precedente ineludible del Judicial Review (la revisión judicial), donde estableció que “Una ley de la legislatura repugnante a la constitución es nula… Es enfáticamente el ámbito y el deber del departamento de Justicia decir qué es la ley”. Y allí reside precisamente la esencia de la República.
En esa misma línea de pensamiento Adam Smith afirmaba que: “Cuando el Poder Judicial está unido al Ejecutivo, es escasamente posible que la justicia no sea frecuentemente sacrificada a lo que se conoce vulgarmente por política”. Y continúa diciendo que “En el progreso del despotismo la autoridad del Poder Ejecutivo absorbe la de todos los otros poderes del Estado”.
En nuestra Constitución Nacional, mediante la reforma del año 1994 en que la actual presidente fuera convencional y votara por su aprobación, se elevó a rango máximo este sistema del Rule of Law. Así, la Constitución vigente, en su art. 43, dispone que “En el caso, el juez podrá declarar la inconstitucionalidad de la norma en que se funde el acto u omisión lesiva”. Y téngase presente que dicho artículo regula la acción de amparo, la vía procesal más parecida a la de la medida cautelar.
En el nivel infraconstitucional, el art. 3° de la ley 27, referido al Poder Judicial, dispone que “Uno de sus objetos es sostener la observancia de la Constitución Nacional, prescindiendo, al decidir las causas, de toda disposición de cualquiera de los otros poderes nacionales, que esté en oposición con ella”.
Hecha esta breve introducción, veamos ahora los proyectos de ley impulsados por la presidente Cristina Fernández para reformar el sistema de justicia.
En primer lugar, el proyecto de ley de regulación de medidas cautelares contra el Estado, por el que se pretende imponer una limitación de seis meses a la vigencia de las cautelares que sean contra el gobierno y que se vinculen con cuestiones patrimoniales. En ese plazo deberá haber recaído sentencia definitiva en la causa de que se trate, y en caso de no haberse dictado sentencia la medida cautelar deja de tener efecto. Además, y lo más grave, si el Estado interpone recurso de apelación contra la medida precautoria dictada por el juez, se establece que la medida queda en suspenso, es decir, no tiene aplicación.
Es evidente que de resultas de las medidas precautorias dictadas por los jueces contra la ley de medios audiovisuales –respecto de normas claramente inconstitucionales-, y contra la disposición del Poder Ejecutivo de incautar los bienes de la Sociedad Rural Argentina –un acto claramente inconstitucional y arbitrario-, la presidente de la Nación o los ideólogos detrás de ella han optado por reformar la ley procesal para evitar el límite que les impone la Constitución y el Poder Judicial.
Las medidas precautorias –que curiosamente el propio Poder Ejecutivo ha requerido y obtenido en incontables oportunidades a su favor- tienen su razón de ser en el hecho de que desde el inicio de un juicio determinado es bien claro el derecho que se pretende resguardar, y en que aguardar hasta el dictado de la sentencia para reconocerlo podría implicar su pérdida definitiva. Por ellos, todos los países civilizados cuentan con un sistema de medidas precautorias que garanticen la vigencia efectiva de los derechos.
Con este proyecto el gobierno pretende que en seis meses la medida cautelar se caiga, pero, peor aún, es que apenas dictada si el gobierno interpone apelación la medida cautelar no tendrá efecto, y esa apelación puede durar eternamente. Con lo cual el gobierno podrá destruir derechos libremente y, aunque luego el Poder Judicial confirme luego la medida cautelar o dicte sentencia de fondo reconociendo el derecho declarando la inconstitucionalidad de la norma atacada, ya será tarde para garantizar el derecho vulnerado y sólo le quedará al afectado promover una demanda por daños y perjuicios contra el Estado, que en el mejor de los supuestos cobrará allá a lo lejos y en bonos de pago más lejano aún.
Estamos sin duda alguna frente a un intento de avasallamiento de las garantías constitucionales del debido proceso. El Estado es colocado en un lugar de privilegio, el mismo lugar que ocupaba el rey en las monarquías absolutas, quedando los individuos sometidos al capricho del Poder Ejecutivo, sin limitación real y concreta alguna. El Poder judicial quedaría inerme y sin vía procesal para custodiar efectivamente los derechos individuales. Salvo, claro está, que se declare oportunamente la inconstitucionalidad de la ley que hoy es proyecto.
Veamos un posible caso práctico. Ud. tiene una empresa y el gobierno decide quitársela mediante un simple decreto. Del mismo modo que hiciera Chávez en la Venezuela que tan bien supiera destruir. Ud. promueve un juicio contra el Estado pidiendo que se declare la inconstitucionalidad del decreto y el dictado de una medida precautoria ordenando que se suspenda el decreto hasta que se dicte sentencia definitiva. El juez hace lugar a la medida cautelar. El gobierno interpone apelación contra dicha resolución y, conforme el proyecto de ley bajo análisis, la medida cautelar pierde inmediatamente ejecutoriedad. Mientras se discute la apelación ante la respectiva Cámara y eventualmente ante la Corte Suprema, el gobierno toma la empresa y se la entrega a La Cámpora o los “necesitados” o a quien disponga. Si Ud. logra en dos o tres años una sentencia favorable, la empresa ya no estará en iguales condiciones –si es que sigue estando- y le resultará perjudicial e indeseable recuperarla.
Así, el gobierno habría logrado su objetivo, a pesar de haber violado la Constitución Nacional, y el Poder Judicial poco y nada habría podido hacer para garantizar los derechos fundamentales.
Y conste que el ejemplo no es arbitrario ni imposible, pues algo así pretendió ejecutar el gobierno contra el predio de Palermo de la Sociedad Rural Argentina. Y el actual proyecto de ley tiene su causa precisamente en ese caso en que el gobierno fue debidamente limitado por el Poder judicial.
Veamos otro proyecto de reformar, el vinculado al Consejo de la Magistratura de la nación. Dicho proyecto eleva de 13 a 19 los miembros de ese organismo y establece que los jueces, abogados, académicos y científicos serán todos elegidos por el voto popular.
Mayor politización del Poder Judicial, imposible. Pues téngase presente que se trata del organismo encargado de seleccionar y destituir a los jueces de la Nación.
Veamos. El art. 114 de la Constitución Nacional dispone que “El Consejo será integrado periódicamente de modo que se procure el equilibrio entre la representación de los órganos políticos resultante de la elección popular, de los jueces de todas las instancias y de los abogados de la matrícula federal. Será integrado, asimismo, por otras personas del ámbito académico y científico, en el número y la forma que indique la ley”.
La norma es por demás clara. Exige equilibrio entre la cantidad de consejeros resultantes de elección popular (senadores y diputados), por una parte, y los demás estamentos: jueces, abogados, académicos y científicos, por la otra. Con lo cual pretender que los abogados y los jueces que integrarán el Consejo deban ser electos por el voto popular, resulta contrario a la letra y al espíritu constitucional.
Resulta obvio, conforme el texto constitucional vigente, que a los representantes de los jueces deben elegirlos los jueces, y a los representantes de los abogados los abogados. Pues un representante de algo solo puede ser elegido por los representados pertenecientes a ese algo. Una verdad de Perogrullo que la presidente parece querer torcer por vía de una interpretación curialesca y ciertamente maniquea del artículo constitucional, y que evidencia una inexcusable mala fe en tanto abogada que conduce los destinos de la nación.
El proyecto de ley implica que un juez que desee ser miembro del Consejo de la Magistratura deba incorporarse a un partido político, que es la única herramienta que reconoce la Constitución en su art. 38 para obtener un cargo electivo. Así, la politización de la Justicia y su cooptación por el Poder Ejecutivo de turno es inevitable.
Reiterando aquí lo dicho por Smith, “Cuando el Poder Judicial está unido al Ejecutivo, es escasamente posible que la justicia no sea frecuentemente sacrificada a lo que se conoce vulgarmente por política”. Lo que Alberdi completara con aquella máxima plenamente vigente: “La propiedad, la vida, el honor son bienes nominales donde la justicia es mala. No hay aliciente para trabajar en la adquisición de bienes que han de estar a merced de los pícaros… La ley, la Constitución, el gobierno son palabra vacías sino se reducen a hechos por la mano del juez, que en último resultado es quien lo hace ser realidad o mentira”.
El proyecto aludido posee también otras aristas despóticas. Al elevar el número de miembros no jueces (académicos, científicos), el Poder Judicial pierde proporcionalidad frente a los otros estamentos, en otra vuelta de tuerca al equilibrio impuesto por el art. 114 de la Constitución.
En definitiva, queda en evidencia el verdadero designio del proyecto: disponer del control absoluto del Poder Judicial, y con ello del control absoluto de los derechos individuales.
Dichas leyes –de ser aprobadas como tales- resultan claramente inconstitucionales, y son un paso más en la dirección del poder político absoluto que persigue este gobierno, que con cantos de sirena en cadena nacional distribuye un “relato” demagógico con el fin de captar la adhesión del pueblo. Y recordemos, en este sentido, la frase de Thrasimacus cuando dijera refiriéndose al político demagogo: “Él debe decir en las asambleas y en las cortes judiciales lo que la gente quiere oír, así ellos pondrán el poder en sus manos… Él debe tomarlos por los oídos antes de tomarlos por la garganta”.

Denis Pitté Fletcher
abogado
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