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¿FIN DE CICLO O CICLO DEL FIN? - Por Rafael Bautista S



Una grandilocuente narrativa invade los cielos que habían proyectado los procesos populares en Latinoamérica. Se anuncia su ocaso a los cuatro vientos. Los analistas dicen amen y los medios dirigen las endechas anticipadas de un velorio que creen inminente. Pero se olvidan de algo: lo que vivimos No fue un ciclo. El estribillo de los ciclos son recurrentes en una visión anquilosada de la historia (de leyes metafísicas que sostienen una regularidad más allá de la praxis humana) propia de la izquierda del siglo XX y ahora, al parecer, de lo que queda de la derecha reciclada; lo cíclico es, más bien, esa visión que sirve de muletilla a pronósticos oraculares travestidos de análisis político. De lo que se trata es siempre de darle una direccionalidad a los acontecimientos, lo cual ya significa determinar el sentido de estos. Por eso la historia no es lineal y no se compone de ciclos, estos son apenas una percepción esquemática de las coyunturas. La historia, en cuanto patrimonio humano, es siempre creación histórica y no simple medición cronológica, es decir, es el escenario en que la libertad humana desafía toda regularidad.

Lo que pretende la narrativa del fin de ciclo es, de modo premeditado, disolver el horizonte de referencia emancipatoria propuesto, sobre todo, por los pueblos indígenas; porque aquella señalación maniquea que se hace de los gobiernos, busca disolver en su ambiguo desempeño los nuevos contenidos que, como proyecto político, constituían la novedad que hizo tambalear las certidumbres propias de la política y del Estado moderno-liberal.

Reducir todo a los erráticos desempeños gubernamentales es disolver la misma potencia revolucionaria popular en los avatares de su élite circunstancial. Por eso la narrativa del fin de ciclo es más que una descripción, porque actualiza aquella retórica aristocrática que condena toda rebelión popular como deicidio, para así justificar su persecución y aniquilación. Eso desde Cicerón (contra Catilina) hasta Margaret Thatcher y la doctrina Bush (el mismo Popper se dedicó a demonizar a los que querían el cielo en la tierra; esos utópicos son ahora los populistas, los que encienden las demandas populares; contra estos va dirigida la nueva cruzada en forma de narrativa). La consigna neoliberal de “no hay alternativas” fue sólo posible destruyendo toda otra alternativa. Sólo de ese modo pudo haberse impuesto la cultura neoliberal en el imaginario social del individuo moderno (que no admite perdedores, sólo ganadores).

Aunque se crea libre y forjador soberano de su destino, sigue haciendo de la tragedia griega la escenografía de su propia fatalidad: la libertad es sólo posible mientras los dioses duermen. El caso de Grecia es más que casual. Ya no son los dioses del Olimpo o el dios de la cristiandad sino el dios capital y el mercado (ante los cuales se inclina toda la institucionalidad financiera –como la Troika, que poco le importa el pueblo, la democracia o la justicia– que religiosamente ofrece cuotas de sangre al apetito insaciable de los nuevos ídolos modernos). Ante estos continua el sacrificio inevitable de una humanidad rehén de poderes omnipotentes que actúan al margen de la propia vida.

La narrativa impuesta es parte de la normalización que impone un mundo que se resiste a otro orden que no sea el que impone la supremacía única de USA. Esta es la doctrina que prevalece entre los neocons o halcones straussianos, como única política exterior gringa. Por eso el fin de ciclo no se dirige sólo a Latinoamérica sino también a los BRICS, en especial a Rusia y China y a toda otra disidencia que pretenda objetar la supremacía gringa: se acabó el recreo, o capitulan o los aplastamos. Se trata de sobrevivencia cruel. El mundo ya no es unipolar y, aunque ahora tripolar (después del revés ruso en Ucrania y Siria, y la admisión del FMI del yuan como cuarta divisa de reserva mundial), la actual guerra fría (sobre todo financiera, como guerra de divisas) está reconfigurando la nueva cartografía geopolítica global, hacia una multipolaridad que podría desembocar en una ceropolaridad. El desafío de esto consiste en que, sin centro único, el equilibrio dependería de la complementariedad de apuestas civilizatorias sin pretensión hegemónica.

El fin de ciclo forma parte del smart power que diseñaron los think tanks gringos para desestabilizar la legitimidad de los procesos que se habían venido desencadenando a principios del nuevo siglo. Hacerlos aparecer como una aventura episódica formaba parte de la desarticulación de la conciencia popular que estaba promoviendo un nuevo sentido común en torno a la recuperación de soberanía y mayor democratización económica en los países del ALBA. Esto repercutió hasta en el primer mundo y, como en el pasado, ha sido muestra de que fue siempre esta parte del mundo la que transmitió ideales emancipatorios incluso a la misma Europa. La orquestación de esta última narrativa forma parte de la estrategia geopolítica de la especulación financiera contra las economías emergentes (por eso los nuevos tratados comerciales son más despiadados y, por ello mismo, precisan demoler toda aspiración popular para, de ese modo, arrasar con todo lo que queda, pues lo que queda no es mucho y los pobres salen sobrando en las apuestas del capital global).

La estrategia es clara; ante una reconfiguración del tablero geopolítico, todo se trata de sobrevivir y, si es posible, en las mejores condiciones. La apuesta de las burguesías de Brasil y Argentina van en ese sentido, pues los nuevos tratados comerciales que diseña USA para frenar la hegemonía china, supone aperturar el mercado continental al pacífico, lo cual implica una lucha de mercados que disminuye el margen de acción de los actores latinos, quienes, gestionando mayor participación y viendo sólo lo inmediato, no hallan más opción que aliarse al gran capital que, a través de las transnacionales, es quien dictamina los contenidos de los tratados que, en su mayoría, son firmados a espaldas de los pueblos.

El gran capital sólo puede garantizar un nuevo ciclo de acumulación global sobre la derrota absoluta de los pobres, lo cual significa hoy la derrota de la humanidad y del planeta. Por eso la nueva plusvalía que produce el capital consiste en la acumulación del fracaso histórico que promueve una transferencia resignada de voluntad de vida; el capital no es sólo un proceso de valorización del valor sino de transferencia sistemática de voluntad. Un individuo fracasado no tiene voluntad y su único afán se reduce a sobrevivir, no importa cómo; lo que promueve ahora el capital es la atomización de las expectativas, de modo que éstas se circunscriban exclusivamente a mezquinas opciones de pueril sobrevivencia (la lucha de todos contra todos es necesaria para el desarrollo del capital, por eso las guerras se convierten en magnificas oportunidades de nuevos procesos de acumulación). En estas condiciones no puede haber historia, tampoco política, porque si el ser humano no es creador de acontecimientos tampoco puede siquiera imaginar proyectos de expectativas comunes.

Entonces, la estrategia actual de acumulación global de capital y su actual narrativa, confirma la clarividencia de los poderes fácticos ante la interpelación que los pueblos indígenas han originado en este nuevo siglo: otro mundo es no sólo posible sino más necesario que nunca. Hace poco, Charles Krauthammer, en el Washington Post, de modo enfático señalaba que, desde la caída de la URSS, “algo nuevo había nacido, un mundo unipolar dominado por un único súper-poder sin rival alguno y con un decisivo alcance en cada rincón del planeta. Un nuevo escenario que aparece en la historia, jamás antes visto desde la caída del imperio romano. Es más, ni siquiera Roma es modelo de lo que es hoy USA”. Esto expresa la doctrina Wolfowitz como primer objetivo de la política exterior gringa: prevenir cualquier ascenso de un nuevo rival, ya sea en la ex URSS o en cualquier otro lado; de ese modo asegurar el dominio de regiones cuyos recursos puedan, bajo control, consolidar el poder global.

Esto quiere decir que el poder es también una cuestión de percepción. USA hace de su percepción la plataforma de propaganda global que moldea la despolitización global como el terreno para imponer un mundo sin alternativas. Ya no se trata sólo de desmovilizar a la gente sino de abandonarla en la inacción total (lo cual también se logra manteniéndole ocupado, por eso el trabajo se realiza ahora bajo presión; los individuos creen superar sus problemas sumergiéndose en sus trabajos, pero lo único que logran es alienarse de sí mismos y que la fuerza requerida para recomponer sus vidas sea transferida a la reproducción del capital). Esto quiere decir que, cuanto más se valoriza el valor, más voluntad de vida se nos expropia. El capital es ahora el creador y el ser humano su creatura. Hacerlo a su imagen y semejanza significa constituirlo en capital humano. Por eso hasta en sus sueños no puede haber otra cosa que acumulación. La invasión de los sueños es una política del mercado total; si se puede moldear los sueños y las expectativas entonces no hay lugar para el espíritu utópico y sin éste no puede haber política.

Ese es precisamente el fin de toda narrativa del fin: acabar con el espíritu utópico. Pero la utopía es condición humana; sin esperanzas, sueños o utopías, no puede haber existencia humana y, en consecuencia, tampoco historia. Por eso la narrativa del fin de ciclo no es otra cosa que la reposición de aquella otra, que nos imponía el fin de la historia. Ambas se diseñan para desacreditar toda posible alternativa y, de ese modo, imponernos un mundo sin alternativas.

Un mundo sin alternativas es el paraíso neoliberal. Por eso, ante la narrativa del fin de ciclo, debemos oponer otra: el fin de siglo. Porque el ciclo no era ciclo y lo que parecía una continuidad en la regularidad cíclica del capital era, en realidad, una ruptura epocal. Para ingresar a una nueva época, era necesario dejar atrás el siglo de oro del capitalismo y, paradójicamente, también, el siglo de la izquierda. Por eso los siglos no terminan o acaban en las fechas; si no hay capacidad histórica para ingresar a una nueva época, entonces son los eventos los que condenan aquella incapacidad (Europa ingresa dramáticamente al siglo XX con la primera guerra; su no adecuación a las nuevas circunstancias da lugar al surgimiento de un nuevo poder que se impone definitivamente en la segunda guerra).

En Bolivia habíamos ingresado al siglo XXI el 2003, por eso incluso la “guerra del gas”, que sucede en octubre de ese año, anunciaba ya la tónica geopolítica que iba a desatar la lucha global por el control de los recursos energéticos. El horizonte del “vivir bien” anunciaba la transición civilizatoria necesaria ante la orfandad utópica que carga la decadencia del mundo moderno, el Estado plurinacional ponía en cuestión el concepto decimonónico del Estado moderno-liberal, y la descolonización remataba con el urgente desmantelamiento de la provinciana visión que el primer mundo se había hecho del resto. Por eso la insistencia: el poder es también una cuestión de percepción; si la percepción no cambia, tampoco cambia el mundo. La descolonización va por ese lado. Si no somos capaces de proponer una nueva narrativa histórica –más allá del eurocentrismo reinante hasta en la izquierda–, entonces, nuestras respuestas políticas, a preguntas actuales de profunda novedad, seguirán siendo las mismas viejas respuestas del siglo pasado.

El mundo está cambiado radicalmente, pero las percepciones continúan moldeando estos cambios bajo esquemas ortodoxos. Los economistas perciben, por ello, sólo lo que el capital permite percibir: que esta crisis no es sino uno más de los ciclos acostumbrados del capital. Por eso también, a nivel global, se posponen decisiones apremiantes ante la crisis climática y se insiste en una confianza hasta cándida en el mercado y el capital. El mundo moderno ha producido una suerte de servidumbre voluntaria a fetiches que deciden sobre la vida y la muerte como auténticos dioses.

Los gobiernos de izquierda, incapaces de generar un nuevo espíritu utópico, porque no pueden superar su siglo de referencia, tampoco pueden asumir los desafíos que conlleva un tránsito hacia un nuevo horizonte, que es lo que viene proponiendo el nuevo sujeto de una política trans-moderna. Todos los análisis geopolíticos insisten que el mundo está experimentando una transición civilizatoria, lo cual significa implícitamente que el mundo moderno y su disposición antropológica y geopolítica centro-periferia está por concluirse. Esta situación es la que avizoran los think tanks del primer mundo y, por ello mismo, son los más interesados en preservar la provinciana percepción imperial como “realismo político”. La cuestión es que si no hay alternativas, entonces lo único que nos queda es defender lo que hay como lo único posible. Pero lo que hay es lo que nos está conduciendo, a la humanidad y al planeta, a la imposibilidad de la vida. Entonces, cambiar de percepción ya no es cuestión de pareceres sino de apuesta vital.

Desde Marx sabemos que la realidad que ha producido el capitalismo está invertida. Lo que toman por “realismo” los analistas es esta realidad invertida. Ponerla de pie significa restaurar en nosotros mismos la condición de sujetos. La realidad es producción humana, la objetividad del mundo es producción de subjetividad. La capacidad de ser sujeto consiste en ser causa y no efecto de lo que se vive. Las leyes que actúan a espaldas de los actores son producto de la fetichización de las relaciones mercantiles. La expansión de éstas al infinito es el neoliberalismo. Por eso no se trata sólo de una economía sino de toda una cultura: necesita producir un individuo acorde a este tipo de expansión y, mediante el tipo de producción y consumo actual, lo que produce es el vacío de voluntad de un alguien que vive una sucesión de instantes sin proyección alguna, por eso hasta en su voto manifiesta un puro acto emocional sin criterio político alguno.

Frente a esta situación, lo que debían proponerse los gobiernos de la región, era disputar el universo simbólico de las expectativas históricas. Frente a la crisis civilizatoria del mundo moderno y fieles al horizonte de una nueva forma de vida –lo que llamamos “vivir bien” –, debían proponerse la constitución de una nueva subjetividad como trasfondo de una nueva forma de producción y consumo. Porque no se trata sólo de sacar gente de la pobreza, sino de que ellos sean los protagonistas de una nueva forma de vida. De lo contrario, en ese ascenso social se vuelven conservadores y una vez mejoradas sus condiciones de vida y contemplando siempre su éxito como éxito individual (asumiendo el modelo empresarial), abandonan el proyecto que los sacó de la pobreza. Defender lo logrado, de modo individual o corporativo, se convierte entonces en tierra fértil de un neoconservadurismo.

Si recordamos, las primeras medidas más revolucionarias de la revolución cubana no son económicas sino culturales: la creación del ICAIC (donde aparece la Trova cubana) y la Casa de las Américas. Porque una revolución que no produce al sujeto de esa revolución, inevitablemente fracasa (por eso el proceso de cambio en Bolivia se identificaba originalmente como una revolución democrático-cultural). En eso se distinguen reforma de revolución. Lo que distingue a una revolución es la proyección de un nuevo horizonte de vida como fundamento de una transformación de las estructuras mismas que sostienen al mundo que se quiere dejar atrás.

Por eso debíamos producir la capacidad de ingreso auto-consciente a una nueva época; pero la colonialidad de una izquierda que, muy a su pesar, reedita la paradoja señorial, evidencia la contradicción reinante de un desempeño gubernamental que no se corresponde con los sentidos que se deducen del nuevo horizonte del “vivir bien”; por eso sus apuestas siguen siendo modernas, persiguiendo el mismo desarrollo y progreso que han originado la crisis climática actual.

Ni la izquierda ni la derecha están a la altura de los desafíos del nuevo siglo; por eso la derecha no puede proponer ninguna alternativa que no sea la reposición de la hegemonía del dólar en nuestras economías (lo cual no constituye alternativa alguna ante la decadencia del dólar), tampoco podrían cancelar las conquistas sociales para favorecer a una elite cada vez más inclinada al desmantelamiento estatal como condición sine qua non de su sobrevivencia en la economía global patrocinada por la especulación financiera. En medio de la actual incertidumbre, a propósito del colapso del dólar y la economía mundial, las elites latinoamericanas carecen de más opciones que no sea morir con el dólar (porque no se trata sólo de una moneda sino de una forma de vida). Persistir en ello es cuestión vital para ellas y eso manifiesta su más acabada colonización.

Lo que viene sucediendo en Argentina es muestra de la urgente necesidad que tiene el dólar de deshacer definitivamente la soberanía de nuestros Estados y sostener sobre nuestros recursos estratégicos las pretensiones de su supremacía global. Por eso cuando nos referimos al fin de siglo, no lo hacemos en los términos de fin de ciclo, porque no se trata de un cambio automático ni de una sucesión natural. Se trata de una sintomatología epocal que precisa de la intervención decisiva de los pueblos, aun a pesar de una dirigencia que no reúne las condiciones de una nueva apuesta. No se trata de que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no acaba de nacer, sino de que los poderes fácticos han colonizado la percepción de los acontecimientos, de modo que produce, hasta en las apuestas de izquierda, una resignada admisión de que lo único posible y deseable son las ilusiones del mundo moderno: un crecimiento sin límites y un desarrollo y progreso infinitos. Vale, para estos, la sentencia que hace Kenneth Boulding: “cualquiera que crea que el crecimiento material infinito es posible en un planeta físicamente limitado, o es un loco o es un economista”. El capitalismo es imposible sin crecimiento, pero un crecimiento ilimitado o un progreso infinito no sólo es iluso sino suicida, porque lo único que crece, en cuanto acumulación de capital, lo hace a costa de la vida misma. El siglo XX fue el siglo del progreso. Capitalismo y socialismo son hijos de ese paradigma, por eso nunca cuestionan a la sociedad moderna, porque es también la sociedad del progreso. Pero esta sociedad es imposible sin fuentes infinitas de energía, es decir, abundante, continua y barata. En un siglo de vigencia de este paradigma, se han producido los mayores daños ecológicos jamás antes experimentados. Persistir en ello constituye la ceguera moderna que abraza también la izquierda, y es lo que no le permite ingresar, de modo consciente, al nuevo siglo.

Un siglo no acaba cambiando de números. El siglo XX ha sido el triunfo del capitalismo, porque hasta la izquierda, a pesar suyo, no fue capaz de superar el horizonte civilizatorio que lo sostenía. Por eso se presenta incluso más moderna que cualquiera, no teniendo en cuenta que modernidad y capitalismo son el entrelazamiento perfecto de una forma de vida que, desde 1492, ha venido destruyendo toda otra forma de vida para aparecer ella como la única posible (así como el protestantismo se presta, de modo más eficaz, a terminar lo que la iglesia católica no pudo, o sea, extirpar la idolatría del corazón del indio; así también la izquierda siempre se afanó en concluir el proyecto de la derecha: acabar con el indio es más eficaz cuando éste renuncia a su propia forma de vida). Para que un nuevo siglo nazca plenamente, se debe reunir las condiciones existenciales que permitan el abandono del siglo pasado. El fin de ciclo no anuncia nada nuevo sino la imposibilidad de dejar atrás lo viejo conocido y, de ese modo, conservar a toda costa un mundo sin alternativas.

El fin de ciclo describe una situación típica que coincide con la retórica apocalíptica del fin de los tiempos; con ello se insiste siempre en la cancelación de toda alternativa posible. El milenarismo actual da lugar a una marcada inacción pertinente a la conservación de lo establecido. Pero la perorata del fin esconde que, con el fin de algo no acaba todo sino más bien empieza algo, y ese algo, sólo puede ser algo nuevo.

Por eso el fin de ciclo es más bien otro repetido ciclo del fin. El miedo a enfrentar lo nuevo produce la dramática paralización de la contemplación del posible fin de todo. Es curioso cómo el individuo moderno, gracias a su tele-adicción, es capaz de imaginar el más terrible de los escenarios de una catástrofe nuclear, pero es incapaz de imaginar lo contrario; formateado por la estética del desastre, se halla inhabilitado para algo más que no sea la pura contemplación –hasta morbosa– de un fin apocalíptico. Esta inacción produce su despolitización, es decir, su incapacidad de cambiar la fatalidad que tiene enfrente.

Cuando el comandante Chávez dijo que “llegó la hora de los pueblos”, no se equivocaba, pero, como dijo también Fidel, “la revolución sólo será posible cuando el pueblo crea en sí mismo”. Es menester que nuestros pueblos vuelvan a creer en sí mismos, para superar esta coyuntura. El mundo está cambiando y, en ese contexto, no encontraremos mejor lugar para lograr nuestra definitiva independencia. Ante la amenaza de una conflagración nuclear (pues ya sabe la OTAN que no puede vencer a Rusia, y menos a la alianza China-Rusia, en una guerra convencional), como única opción de reposición de la supremacía del dólar, sólo la movilización del sur puede desencadenar una reconfiguración geopolítica restauradora.

Para dejar de ser periferia hay que dejar de ser consciencia periférica. El centro es centro gracias a nuestra transferencia sistemática de voluntad, ya que seguimos creyendo en su forma de vida y deseando su riqueza, cuando es ésta la causa de nuestra miseria. Si hasta en la alimentación ya se sabe que lo más racional es volver a lo nuestro, en economía lo más racional sería para producir para reproducir la vida y ya no exclusivamente la ganancia. Eso no produce ricos pero tampoco produce miseria. La crisis climática sólo será resuelta si se restaura el equilibrio sistémico de la naturaleza, como condición además de restaurar el equilibrio que, como humanidad, hemos perdido en el mundo moderno.

Parte de la restauración de ese equilibrio consiste en no someterse a otro ciclo sino en potenciar lo que habíamos logrado como pueblo: un nuevo horizonte de vida. La humanidad está hambrienta de alternativas, pero eso no nace de arriba sino se construye desde abajo. El mundo seguirá siendo el mismo si nuestra percepción es la misma, esto confirmará nuestra condición periférica; pero si cambiamos de perspectiva, el mundo ya no será patrimonio de la visión de unos cuantos y lo que parecía imposible se hará posible. Lo más verdadero de los pueblos son sus mitos, la verdadera fuerza proviene de ellos. Porque en ellos se encuentra el espíritu que ha hecho posible su resistencia y es lo que hará posible nuestra liberación definitiva. Por eso ante el anuncio del fin de ciclo responderemos con el renacer de un nuevo tiempo.

La Paz, Bolivia, 15 de enero del 2016
Rafael Bautista S.
autor de “la Descolonización de la Política.
Introducción a una Política Comunitaria”.

Dirige el “taller de la descolonización”
en La Paz, Bolivia
rafaelcorso@yahoo.com

"LAS REDES SOCIALES SON UNA TRAMPA" - Por Zygmunt Bauman


PREGUNTA. Usted ve la desigualdad como una “metástasis”. ¿Está en peligro la democracia?

RESPUESTA. Lo que está pasando ahora, lo que podemos llamar la crisis de la democracia, es el colapso de la confianza. La creencia de que los líderes no solo son corruptos o estúpidos, sino que son incapaces. Para actuar se necesita poder: ser capaz de hacer cosas; y se necesita política: la habilidad de decidir qué cosas tienen que hacerse. La cuestión es que ese matrimonio entre poder y política en manos del Estado-nación se ha terminado. El poder se ha globalizado pero las políticas son tan locales como antes. La política tiene las manos cortadas. La gente ya no cree en el sistema democrático porque no cumple sus promesas. Es lo que está poniendo de manifiesto, por ejemplo, la crisis de la migración. El fenómeno es global, pero actuamos en términos parroquianos. Las instituciones democráticas no fueron diseñadas para manejar situaciones de interdependencia. La crisis contemporánea de la democracia es una crisis de las instituciones democráticas.

P. El péndulo que describe entre libertad y seguridad ¿hacia qué lado está oscilando?

R. Son dos valores tremendamente difíciles de conciliar. Si tienes más seguridad tienes que renunciar a cierta libertad, si quieres más libertad tienes que renunciar a seguridad. Ese dilema va a continuar para siempre. Hace 40 años creímos que había triunfado la libertad y estábamos en una orgía consumista. Todo parecía posible mediante el crédito: que quieres una casa, un coche… ya lo pagarás después. Ha sido un despertar muy amargo el de 2008, cuando se acabó el crédito fácil. La catástrofe que vino, el colapso social, fue para la clase media, que fue arrastrada rápidamente a lo que llamamos precariado. La categoría de los que viven en una precariedad continuada: no saber si su empresa se va a fusionar o la va a comprar otra y se van a ir al paro, no saber si lo que ha costado tanto esfuerzo les pertenece... El conflicto, el antagonismo, ya no es entre clases, sino el de cada persona con la sociedad. No es solo una falta de seguridad, también es una falta de libertad.

P. Afirma que la idea del progreso es un mito. Porque en el pasado la gente confiaba en que el futuro sería mejor y ya no.

R. Estamos en un estado de interregno, entre una etapa en que teníamos certezas y otra en que la vieja forma de actuar ya no funciona. No sabemos qué va a reemplazar esto. Las certezas han sido abolidas. No soy capaz de hacer de profeta. Estamos experimentando con nuevas formas de hacer cosas. España ha sido un ejemplo en aquella famosa iniciativa de mayo (el 15-M), en que esa gente tomó las plazas, discutiendo, tratando de sustituir los procedimientos parlamentarios por algún tipo de democracia directa. Eso probó tener una corta vida. Las políticas de austeridad van a continuar, no las podían parar, pero pueden ser relativamente efectivos en introducir nuevas formas de hacer las cosas.

P. Usted sostiene que el movimiento de los indignados “sabe cómo despejar el terreno pero no cómo construir algo sólido”.

R. La gente suspendió sus diferencias por un tiempo en la plaza por un propósito común. Si el propósito es negativo, enfadarse con alguien, hay más altas posibilidades de éxito. En cierto sentido pudo ser una explosión de solidaridad, pero las explosiones son muy potentes y muy breves.

P. Y lamenta que, por su naturaleza “arco iris”, no cabe un liderazgo sólido.

R. Los líderes son tipos duros, que tienen ideas e ideologías, y la visibilidad y la ilusión de unidad desaparecería. Precisamente porque no tienen líderes el movimiento puede sobrevivir. Pero precisamente porque no tienen líderes no pueden convertir su unidad en una acción práctica.

El 15-M, en cierto sentido, pudo ser una explosión de solidaridad, pero las explosiones son potentes y breves"

P. En España las consecuencias del 15-M sí han llegado a la política. Han emergido con fuerza nuevos partidos.

R. El cambio de un partido por otro partido no va a resolver el problema. El problema hoy no es que los partidos sean los equivocados, sino que no controlan los instrumentos. Los problemas de los españoles no están confinados al territorio español, sino al globo. La presunción de que se puede resolver la situación desde dentro es errónea.

P. Usted analiza la crisis del Estado-nación. ¿Qué opina de las aspiraciones independentistas de Cataluña?

R. Pienso que seguimos en los principios de Versalles, cuando se estableció el derecho de cada nación a la autodeterminación. Pero eso hoy es una ficción porque no existen territorios homogéneos. Hoy toda sociedad es una colección de diásporas. La gente se une a una sociedad a la que es leal, y paga impuestos, pero al mismo tiempo no quieren rendir su identidad. La conexión entre lo local y la identidad se ha roto. La situación en Cataluña, como en Escocia o Lombardía, es una contradicción entre la identidad tribal y la ciudadanía de un país. Ellos son europeos, pero no quieren ir a Bruselas vía Madrid, sino desde Barcelona. La misma lógica está emergiendo en casi todos los países. Seguimos en los principios establecidos al final de la Primera Guerra Mundial, pero ha habido muchos cambios en el mundo.

P. Las redes sociales han cambiado la forma en que la gente protesta, o la exigencia de transparencia. Usted es escéptico sobre ese “activismo de sofá” y subraya que Internet también nos adormece con entretenimiento barato. En vez de un instrumento revolucionario como las ven algunos, ¿las redes son el nuevo opio del pueblo?

R. La cuestión de la identidad ha sido transformada de algo que viene dado a una tarea: tú tienes que crear tu propia comunidad. Pero no se crea una comunidad, la tienes o no; lo que las redes sociales pueden crear es un sustituto. La diferencia entre la comunidad y la red es que tú perteneces a la comunidad pero la red te pertenece a ti. Puedes añadir amigos y puedes borrarlos, controlas a la gente con la que te relacionadas. La gente se siente un poco mejor porque la soledad es la gran amenaza en estos tiempos de individualización. Pero en las redes es tan fácil añadir amigos o borrarlos que no necesitas habilidades sociales. Estas las desarrollas cuando estás en la calle, o vas a tu centro de trabajo, y te encuentras con gente con la que tienes que tener una interacción razonable. Ahí tienes que enfrentarte a las dificultades, involucrarte en un diálogo. El papa Francisco, que es un gran hombre, al ser elegido dio su primera entrevista a Eugenio Scalfari, un periodista italiano que es un autoproclamado ateísta. Fue una señal: el diálogo real no es hablar con gente que piensa lo mismo que tú. Las redes sociales no enseñan a dialogar porque es tan fácil evitar la controversia… Mucha gente usa las redes sociales no para unir, no para ampliar sus horizontes, sino al contrario, para encerrarse en lo que llamo zonas de confort, donde el único sonido que oyen es el eco de su voz, donde lo único que ven son los reflejos de su propia cara. Las redes son muy útiles, dan servicios muy placenteros, pero son una trampa.

* Reportaje de Ricardo de Querol
publicado en el diario "El País".
Envío de SERPAL

A un mes de “Cambiemos” - Por Adolfo Pérez Esquivel



Los derechos humanos y la democracia son valores indivisibles, por eso nuestros presidentes suelen asumir los 10 de diciembre, día en que se conmemora el día universal de los Derechos Humanos.

Ha sido una lástima que el Presidente de la nueva administración del Poder Ejecutivo no haya mencionado ni una sola vez en su discurso a los derechos humanos – entre otros olvidos intencionados- y sólo haya mencionado lo humano como “recursos”. 

El frente de partidos que deja el gobierno tuvo en tres gestiones una gran oportunidad para desmontar la herencia neoliberal y, si bien avanzó en algunos aspectos, no supo, no pudo o no quizo según los casos, desmontar esa herencia y avanzar en un proceso de emancipación nacional y social como sí sucedió en otros países de la región. Su discurso muchas veces contrastaba con sus actos y alianzas (corporaciones mineras, del agro, petroleras y financieras), mientras consolidaba un estilo de confrontación y polarización que le fue quitando apoyo en ciertos sectores sociales, culminando en el primer balotaje de la Argentina.

Luego de esto, a pesar de haber perdido, el FPV no ha hecho pública ninguna autocrítica de por qué pasó lo que pasó. Paradójicamente, no haber reconocido ningún error en 12 años puede tener mucho que ver con este desenlace: que por primera vez una coalición de derecha asuma el poder a través de elecciones libres y abiertas.

El pueblo evaluará las decisiones tomadas en base a las promesas de campaña, sus derechos, necesidades y lo que vaya mostrando la realidad. Mientras tanto, lo que vemos en este primer mes, son iniciativas muy preocupantes que atentan contra los trabajadores, las instituciones y derechos básicos para cualquier democracia.
Durante la campaña, la coalición electa “Cambiemos” puso mucho énfasis en respetar las instituciones y la república. Sin embargo, en menos de una semana pisoteó su propio relato republicanista con una aluvión de Decretos de Necesidad y Urgencia, que no tienen nada de necesarios ni de urgentes, con el fin de sortear el debate de nuestros representantes en el Congreso, sabiendo que se puede convocar a sesiones extraordinarias.
No sólo intervino y disolvió organismos creados por ley, sino que quiere forzar la destitución de la Procuradora General de la Nación, cuyo mandato otorgado por el Senado aún está vigente, y ya le ha sacado funciones que representaban un avance institucional.
Hechos que se suman a una medida autoritaria inédita: el nombramiento por decreto de dos jueces en la Corte Suprema de Justicia. Los jueces decretados por un presidente, son jueces del Presidente, sin importar sus currículums. La Venezuela Bolivariana que tanto critica “Cambiemos” nunca hizo algo como eso, sus jueces siempre fueron aprobados por la Asamblea Nacional.
Es indispensable iniciar un proceso amplio y participativo de democratización de la justicia y selección de los magistrados de cara a la sociedad.

En materia de seguridad y derechos humanos, paradójicamente, en el único momento que el Presidente Macri asumió el papel de “defensor de los Derechos Humanos” fue en su primera presentación en el MERCOSUR y no tuvo que ver con la Argentina. Mostrando su alineamiento injerencista, defendió a quienes están presos por salir a quemar edificios en Venezuela para derrocar un gobierno electo democraticamente.
Mientras tanto en la Argentina hay más de 6.843 casos de torturas en cárceles en el año 2014, que el nuevo gobierno tiene que asumir, visibilizar e investigar en base a los informes que hemos elaborado entre la Comisión por la Memoria de la Provincia de Buenos Aires, la Procuración Penitenciaria de la Nación y el GESPYDH del Instituto Gino Germani de la UBA.

Hacia adentro del país, el Pro quiere subordinar la cuestión social a las políticas de seguridad que, desde esta perspectiva, opera como reproductoras de las desigualdades. Las declaraciones de emergencia en materia de seguridad y penitenciaria, no apuntan a promover un cambio del paradigma punitivo del Estado ni a atacar el delito complejo, sino que mantienen el sesgo clasista, efectista y selectivo del último eslabón de la cadena, mientras pretenden legalizar contrataciones directas en vez de hacerlas con licitación.

La coalición electa también habló mucho de dejar de perseguir al otro por pensar de forma diferente, y lo primero que ha hecho es desguazar la Ley de Medios, con la intención de priorizar la libertad de empresa por encima de la libertad de prensa.
La Ley de Medios no es una Ley K, es de todos los argentinos porque fue amplia y largamente debatida por nuestra sociedad, y porque reemplazó la ley de facto de la última dictadura. Cuando fui a apoyarla en las audiencias nacionales del Congreso reivindicamos el objetivo de desmonopolizar los medios y de democratizar la palabra. Se podrá objetar la forma de instrumentación de la ley, pero en modo alguno se puede aceptar la vuelta atrás con el derecho a la libre expresión. Por eso siempre voy a defender la Ley de Medios y su correcta aplicación. En vez de censurar, los argentinos necesitamos más voces, porque la paz se construye en el respeto a la diversidad y aceptando críticas.

Otra de las banderas de campaña del actual frente de gobierno fue la de Pobreza cero, porque aún persisten graves desigualdades por resolver como los problemas de acceso a la tierra y una vivienda digna y al trabajo. Pero las medidas tomadas en este poco tiempo fueron en sentido totalmente contrario. Entre ellas, se devaluaron los salarios un 45%, se consintieron aumentos en bienes primarios, se suspendieron paritarias y la publicación de estadísticas, bajaron los impuestos a los que más tienen y despidieron masivamente a miles y miles de trabajadores públicos – que puede ser imitado por el sector privado- para imponer miedo. Y mientras reprimen a los que protestan, el Ministro de Economía se pronuncia extorsivamente diciéndole a los trabajadores y sindicatos que deben evaluar si prefieren pedir aumentos o mantener fuentes de trabajo.

El neoliberalismo acarreó la pérdida de la soberanía nacional, privilegió la entrega del patrimonio nacional a mano de las grandes corporaciones extranjeras, mientras aumentaba en el pueblo la marginalidad y el hambre, de la mano de la impunidad política y jurídica de sus artífices. La historia Argentina y del mundo entero nos enseñan que no es conciliable la política “del derrame”, con los derechos y las necesidades del pueblo.

La nueva administración – y sus gerentes de corporaciones o CEOs- debe respetar las instituciones democráticas del Estado, y asumir que su primera obligación es defeder y promover los Derechos Humanos y del Pueblo. No debe caer en la soberbia de la “curda del poder” que aleja a muchos funcionarios del camino que deben seguir. Los gobiernos pasan y los pueblos quedan. Los gobernantes deben cumplir sus funciones cómo Servidores del Pueblo, y no servirse del pueblo para sus intereses partidarios y personales.

Debemos hacer memoria para que nos ilumine el presente. El pueblo argentino pasó por etapas dolorosas entre luces y sombras, y asumió la resistencia y la lucha popular para recuperar la democracia, la Verdad y la Justicia. Muchos arriesgamos la vida en defensa de las libertades civiles y los derechos del pueblo. No podemos renunciar a las banderas que nacieron del pueblo y le pertenecen. Quienes luchamos desde siempre, no estamos dispuestos a dar un paso atrás.

Adolfo Pérez Esquivel- Premio Nobel de la Paz

Del discurso único al oficialismo plural - Por Alberto Medina Méndez


Fueron demasiados años de hegemonía discursiva. La permanente apelación al ordinario recurso del panfleto, apoyado siempre en la burda propaganda, utilizada para adoctrinar y que así todos dijeran exactamente lo mismo, repitiendo sistemáticamente sin pensar, se empieza a esfumar lentamente.

Tal vez sea por eso que cuesta tanto acostumbrarse a este original arquetipo que se está configurando paulatinamente, día a día, que asoma muy tímidamente y que viene generando innumerables ruidos en ese engorroso esquema de progresiva adaptación.

Los hábitos no se cambian con facilidad. Llevará tiempo lograrlo, porque primero se debe internalizar ese proceso, comprenderlo con total claridad y asumirlo luego como absolutamente natural, como parte esencial de una evolución que finalmente se integrará a la rutina cívica.

Quedan atrás los tiempos en los que el mandamás decidía, casi en soledad, y luego imponía sin piedad, desde su arrogante liderazgo mesiánico, los argumentos a utilizar para que una porción de la sociedad se apropie de ellos y los defienda con idéntica convicción.

Se viene ahora un tiempo distinto, de individuos libres, con criterio propio, que forman parte de una comunidad más abierta, diversa y plural. En definitiva, al final de esta etapa, florecerá algo más parecido a una sociedad civilizada que a un rebaño que solo reitera lo que otros pensaron por ellos.

Todo eso supone un gran esfuerzo, de convivencia en el disenso, de respeto irrestricto por la visión del otro, de incondicional tolerancia, sobre todo frente a la esperable discrepancia y más allá de las eventuales razones esgrimidas en cada caso. Ese gran desafío precisa del coraje necesario para abandonar todo lo conocido, lo que incluye dejar de lado la eterna lógica del "ellos o nosotros", esa que invita a dividir a la sociedad en dos bloques totalmente homogéneos, en rivales antagónicos sin ningún tipo de matices.

Siempre existirá una masa crítica de personas que acuerdan, en general, con el accionar de quien conduce oportunamente el gobierno, y otro grupo que asumiendo notables diferencias, se siente más cómodo en un rol opositor. Eso jamás desaparecerá. No es tampoco deseable que suceda. El reto consiste en intentar desarmar los clásicos engranajes del tradicional discurso único que sostienen aquellos que siempre apoyan a los que detentan el poder.

Con gran dificultad, pero a paso decidido, se viene estructurando un novedoso modelo de oficialismo, de acompañamiento a los que gobiernan, pero ya no desde la humillante actitud de aplaudidores seriales. Un conjunto de personas, de diversas extracciones ideológicas, con visiones, a veces coincidentes y otras encontradas, conformarán ese nuevo espacio menos vertical. Ya no será el oficialismo abyecto de otro tiempo. Se trata ahora de un grupo de seres humanos con una dinámica distinta, con grandes acuerdos en lo general, pero también con sus propias contradicciones, en ese diálogo abierto, a veces sin norte y otras con más intuición qué razón.

Este nuevo escenario está bastante lejos de la perfección. Después de todo, en este mundo sin certezas, en materia de opiniones, no existe tal cosa como la "verdad revelada", sino en todo caso miradas, siempre parciales, a veces un poco más completas, pero jamás totalizadoras.

El recorrido recién empieza, es pausado, y no se desarrolla en línea recta, sino que, con múltiples tropiezos, va transitando sinuosamente esta nueva experiencia. Es imprescindible comprender este fenómeno. Entender lo que está sucediendo ayudará a dejar de lado la dialéctica binaria del blanco o negro, de la simplicidad como única forma de interpretar la realidad.

Si aún no se ha percibido esta nueva construcción, se corre el riesgo de caer, otra vez, en la trampa de la crispación, esa que invita a visualizar al que piensa de modo opuesto como un enemigo irreconciliable. Hay que girar hacia algo sustancialmente diferente. El aprendizaje del pasado debería ayudar a que esta peculiar etapa sea superadora. No será tarea sencilla. Las secuelas de lo vivido están aún muy frescas, golpean a diario, y de tanto en tanto, intentan regresar abruptamente al ruedo.

En las crisis siempre existe una oportunidad. Pero también es cierto que muchas dificultades pretenden quedarse para siempre. Depende de los ciudadanos asumir el compromiso de edificar algo sólido capaz de reemplazar a aquella triste era dominada por la ira como denominador común, por una alternativa mejor, imperfecta, pero más estimulante.

Lo más interesante es que nada de eso, depende de los gobernantes. En todo caso, ellos podrán sumarse a este mecanismo naciente, aprovecharse de él, comprendiendo su entorno y sumando voluntades diversas bajo esta flamante perspectiva.

El verdadero cambio radica en la sociedad, en cada uno de los individuos que la integran. Son ellos los que pueden definir las nuevas reglas de juego para una convivencia armoniosa. Esa coexistencia no precisa de una mayoría matemática que imponga al resto su voluntad, obligándola a someterse servilmente, sino de un debate abierto como método vital.

El desafío que está por delante es complejo. Recién se inicia este sendero, con gran parsimonia y bastante desorden, con algo de caos y también con cierto desconcierto. Pese a las dificultades, tal vez valga la pena intentarlo. Se requerirá de paciencia y también de perseverancia. Eso será indispensable para pasar del discurso único al oficialismo plural.


Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com

EL DEBER - Por Eduardo Juan Salleras


Revisando libros viejos
EL DEBER
Por Eduardo Juan Salleras, 10 de enero de 2016.-

Se autoriza su publicación solamente en forma completa y nombrando la fuente

Heredé de la casa de mis suegros, una serie de viejos libros, a mí me encantan, lo que otros consideran un bulto o una molestia; los colecciono. Son libros sin valor, ni siquiera como edición, probablemente hayan sido económicos ejemplares de tirada popular. Aunque uno de ellos data de 1884: EL DEBER, de Samuel Smiles.

Leyéndolo, apunté una frase… y pensé: ¿sobre éste tema escribí antes? Dudé porque no llevo un orden lógico, tengo la manía de dar por muerto aquel escrito que entregué para publicar.

Samuel Smyle (Escocés/1812-1904) decía: “tanto los de arriba como los de abajo tienen deberes comunes que llenar. Deberes con la consciencia, con la patria y con la sociedad”.

Inmediatamente me llevó a pensar, ¿es acaso igual el deber a la obligación?

El filósofo francés, Julio Simón (1814-1896) en “Le Devoir” dice: “El deber depende de la libertad. Los hombres tienen que ser libres para cumplir con los deberes públicos, lo mismo que para formar su carácter individual… Tienen libertad para pensar; luego pues, deben ser libres para obrar… La tiranía de la multitud es peor, que la tiranía del individuo”.

Pero, ¿es lo mismo el deber a la obligación?

La obligación viene de la norma o de la ley, o sea, se manifiesta de afuera hacia adentro; y está bien.

El deber es al revés, nace en nuestro interior y se desarrolla hacia los demás, o sea, viene de adentro hacia afuera; y está bien.

Julio Simón, cuando se refiere a los deberes públicos lo hace en función de la obligación, la que sería muy difícil de cumplir sin el concepto del deber arraigado en el ciudadano.

Samuel Smiles dice: “hay una palabra más fuerte que la libertad y es la conciencia”.

Yo agregaría: es el suelo donde se cultiva el deber, es la voz del alma.

Sin voluntad hacia el cumplimiento de nuestro compromiso interior, o en su defecto, cuando se acalla la voz de la conciencia, no hay deber alguno que cumplir, ni responsabilidad con uno mismo, menos hacia los demás.

Goethe decía: “El mejor gobierno es el que nos enseña a gobernarnos a nosotros mismos”.

Si no está arraigado el concepto del deber en el individuo, cumplir con la obligatoriedad de las normas pasa a ser una imposición fáctica, la que comúnmente se busca transgredir.

Las sociedades culturalmente transgresoras tienen: o un problema con el deber, o una tradición desencontrada u opuesta a las leyes que las rigen. Tal vez ambas estén relacionadas para que ello ocurra y se sometan a la voluntad de los intereses políticos. No ofrecen ningún control sobre los excesos que traspasan los límites, por ende, esta costumbre termina influyendo en las conductas individuales.

El hombre debe ser una ley en sí mismo.

Si miramos nuestro tiempo, cuales son los temas comunes de la sociedad: el éxito; el sálvese quien pueda; hablamos sólo de derechos o sea, nos miramos el obligo; una buena mentira paga mejor que la verdad…

¿Hemos revisado nuestra escala de valores y qué demanda nuestra conciencia? ¿La escuchamos, sabemos que existe? ¿Qué es para nosotros el deber? ¿Está claro su concepto o lo tenemos en cuenta? ¿Pensamos en ello?

Por ejemplo: el deber de un diputado es el de representar al pueblo que lo elije y no al partido político que lo cobija o al poder que lo seduce. Sin embargo, vemos a diario como el legislador se somete mansamente al mandato del partido o peor aún, al antojo del o de la líder. Ese deber cívico en nuestro país desapareció, como también tal vez, los deberes individuales de las personas y de los ciudadanos, por miedo o por reverencia al sistema.

La conciencia es la que libera al hombre de sus pasiones.

No tiene ningún mérito la vida sino está destinada a cumplir con el deber, para ello hay que tener voluntad y tener abierto el canal de comunicación con la conciencia. ¿Hoy estamos preparados para ello? ¿Soportaríamos el peso de la verdad que nos marca y nos exige la infalible voz del alma? ¿O será mejor bajar la persiana y rendirnos a los instintos?

La conciencia y el deber, más la voluntad de desempeñarlo, hacen a la conducta de las personas. Platón dividió las virtudes cardinales en: Prudencia y sabiduría; valor, constancia y fortaleza; templanza, discreción y dominio sobre sí mismo; justicia y rectitud. Tener en cuenta estos 4 puntos, es un precepto básico para distinguir el deber a cumplir.

“El campo del deber está fuera de la línea de la literatura y de los libros. Los hombres son seres sociales más aún que criaturas intelectuales”.

El deber entonces, se gesta en el hogar, en la tradición. Viene desde antes, tal vez retocado por la modernidad pero nunca sustituido por ella. El problema actual es el vago concepto que hay sobre la familia (la autoridad paterna), a partir del poco valor que se le da a ella como cimiento de una sociedad o de una nación. La tendencia de que el hombre pertenece primero al Estado que a la familia hizo desaparecer los principios del deber individual, para cumplir con las obligaciones que impone desde afuera las reglas. Thoreau – el americano – dijo que “la libertad moderna es tan sólo el cambio de la esclavitud del feudalismo, por la esclavitud del relato”.

En definitiva, la conciencia es la voz del alma, es la que propone - no impone - a la conducta individual sobre lo que es justo y prohíbe lo que considera injusto.

El deber, es la acción moral de cumplir con nuestra conciencia.

“La mejor clase de deber se realiza en secreto, y fuera de la vista de los hombres. Allí efectúa su obra consagrada y noblemente. No sigue la rutina de la moralidad de formas convencionales de la sociedad. No se pregona a sí misma. Adopta un credo más amplio y un código más elevado”. Samuel Smiles.

EJS

La débil tesis de la herencia recibida - Por Alberto Medina Méndez


La débil tesis de la herencia recibida.

Luego de un ciclo político repleto de desmadres y absurdos dislates, plagado de deplorables administraciones con consecuencias nefastas, viene ahora otro distinto, que deberá enfrentar el complejo desafío de intentar remediar cada una de esas cuestiones y rearmar, por etapas, el rompecabezas.

No es una sorpresa, que haya aparecido abruptamente en la escena el tierno argumento de la "herencia recibida", que pretende presentarse, esta vez, con un aura de sensatez, generando cierta empatía. Ni siquiera es original, porque ya se lo ha usado en el pasado con variado éxito.

Claro que hay que ser comprensivo y se debe tener paciencia para permitir que todo se acomode poco a poco. Se trata, justamente, de acompañar en el recorrido correcto y no de aplaudir lo que sea, solo porque ha transcurrido un breve lapso o se ha recibido todo en una pésima situación.

Es importante comprender que los que tomaron la posta del poder en estas difíciles circunstancias, no lo hicieron en contra de su propia voluntad. Nadie los ha obligado a ser parte del proceso electoral que culminó con su triunfo.

Sería muy ingenuo creer que ellos esperaban asumir con condiciones muy favorables. En la campaña lo señalaron hasta el cansancio. Quedaba atrás un país arrasado por las impericias de años de decadencia moral.

Cuando un grupo de personas participa de una elección y se postula para ocupar cargos de tanta jerarquía, sabe que ganar es un riesgo que implica responsabilidades. No es un mero juego de azar con vencedores y vencidos. El que obtiene apoyo popular deberá gobernar y ejercer el poder.

Eso también significa que el que consigue la victoria no se convierte en monarca, sino en un engranaje más del complejo funcionamiento de una siempre endeble república, como casi todas las que existen en el planeta.

Nadie pide magia. Obviamente, habrá que esperar para resolver tantos problemas, pero no menos cierto es que el camino a transitar se construye con progresos sucesivos, con victorias parciales, con pequeños pasos que van marcando esa senda, que confirman que se avanza hacia lo soñado.

No ayuda en lo más mínimo la delirante idea de promover y repetir ese argumento, tan frágil como patético, conocido como "la herencia recibida". El inventario con el que se asume es parte indivisible del resultado electoral.
Si la herencia hubiera sido magnífica, estas personas que hoy gobiernan no hubieran triunfado en las urnas, y por lo tanto no estarían en sus funciones.
Precisamente han resultado victoriosos porque la herencia es esta y no otra.

La responsabilidad no puede ser transferida graciosamente hacia el pasado. Una vez que se asume la conducción, todo lo que ocurre de allí en adelante tiene que ver con lo que se hace bien y, también, con lo que se omite.

No se puede dar en el clavo siempre. Los seres humanos son esencialmente imperfectos. No se pretende la presencia de genios superdotados en el gobierno, ni de personas infalibles a prueba de todo. En todo caso, lo que se espera es una actitud diferente frente a la equivocación. No caben ni la negación, ni hacerse los distraídos tampoco, mentir mucho menos. No parece desatinado exigir algo de verdad, un poco de autocrítica y un explicito reconocimiento de los descuidos propios. Sería saludable diferenciarse del pasado, de aquella era de manipulaciones mediáticas y épicas inventadas, tan divorciadas de la realidad.

El nuevo gobierno acertará en algunas cuestiones y se equivocará en otras. Suponer que será perfecto sería una descabellada muestra de ambición desproporcionada y absoluta irracionalidad.

Un excesivo optimismo no contribuye para nada y coloca las expectativas en un lugar inadecuado. Eso culmina, invariablemente, en grandes desilusiones y enormes frustraciones, tan inadmisibles como la ridícula postura de caer en la trampa de una euforia desmedida.

Probablemente, el sorpresivo triunfo electoral, tenga algo que ver con lo que está ocurriendo ahora. Después de todo, ni en los círculos más íntimos del nuevo oficialismo se asignaban grandes posibilidades de lograr esa meta. Es posible que esa actitud, algo inconsciente, haya impedido que se construyan talentosos equipos de gobierno con la debida anticipación y que, en la campaña electoral, se hayan consumido todas las energías solo diseñando consignas enfocadas en decir lo que la gente quería escuchar.

Al actual gobierno le toca en suerte gestionar. Tiene que administrar lo que le dieron así como está. Se pueden buscar artilugios comunicacionales y apelar a cierta clemencia popular pero, más tarde o más temprano, mandarán los despiadados resultados y entonces para lo único que habrá servido este retorcido recurso es para conseguir algo de tiempo extra.

Al cabo de unos meses, solo contarán los éxitos y los fracasos. Aquello que se haya hecho bien traerá recompensas políticas y los asuntos pendientes que no se logren resolver en función de las desmesuradas expectativas planteadas serán su contrapeso obligado. Por eso es imperioso enfocarse en tomar, cuanto antes, las decisiones necesarias e impostergables. El tiempo se consume, la "luna de miel" algún día termina y en ese instante no alcanzará con la débil tesis de la herencia recibida.


Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com


ADIOS Y BIENVENIDO - Por Eduardo Juan Salleras


Alegrías y tristezas
ADIOS Y BIENVENIDO
Por Eduardo Juan Salleras, 29 de diciembre de 2015.-

Se autoriza su publicación solamente en forma completa y nombrando la fuente


Y pasó otro año…

Para los argentinos fue un tanto raro, por ejemplo yo, voté 7 veces. Si bien me gusta la democracia me parece una exageración.

Gracias a Dios fui premiado por tanto esfuerzo cívico.

En líneas generales, todo año que pasa, deja cosas buenas y malas.

Hay una especie de negación de lo no positivo, como huyendo de esa situación, parecida al maleficio.

En realidad, en la vida de todos hay cosas muy buenas, buenas, regulares y malas. No hay por qué esconder lo deslucido de nuestra peregrinación, y mucho menos avergonzarse porque algo no sale bien.

Escribiendo esto, recordé un artículo mío publicado hace años sobre un maravilloso escrito de Khalil Gibrán, bellísimo relato “Sobre mi tristeza” y “Sobre mi alegría”, que recomiendo leer o buscar en ese vieja publicación mía en la cual transcribo puntualmente ambos cuentos.

Allí, como conclusión y moraleja digo: “La felicidad es la correcta relación entre los momentos de alegría y los momentos de tristeza” o la ecuación perfecta entre ambas.

En el andar por nuestra existencia, encontramos tiempos de algarabía, de contento, de dicha. También de congoja, de amargura, de pena. Depende de nosotros darle la inercia que le corresponde a cada cosa y que transcienda o no a la ocasión.

No hay razón de quedarnos en lo que nos hace daño, como tampoco en una fantasía que no existe, negando la realidad.

Todo aquello que sentimos como delicia, como satisfacción o como bienestar, merece hacerlo durar lo máximo posible ya sea apenas un deleite, un pequeño regalo o un corto recreo.

Es importante admitir que no toda tristeza es mala porque no es lo mismo la angustia que la melancolía, el luto que la nostalgia, el duelo que la pena.

Lo que viene del dolor, de la angustia, del drama, no deberíamos hacerlo durar demasiado y su inercia transformarla en recuerdo, en resignación y en enseñanza.

No corramos detrás de la alegría como locos porque no es lo mismo júbilo que alboroto, diversión que desenfado, fiesta que juerga. La dicha dura tan sólo un momento, lo demás es rutina, y para que ella sea creíble y duradera, no debe ser exagerada, ni superficial y mucho menos, ficticia.

Solemos saludarnos diciéndonos: ¡¿Todo bien?! Nunca todo está bien, sin embargo respondemos: ¡Sííí! ¡Todo bien! Yo hice la prueba de objetar: - No, hay cosas que andan bien, otras más o menos, y hay algunas que andan como el traste… enseguida la persona hace como un escudo imaginario anti mi mala onda y cambia de tema o responde: bueno, la salud, la familia ¿bien? Eso es lo importante… Claro que sí pero, no tenemos que temer a que las cosas no sean como esperamos, porque sucede.

Como también, si hay de qué estar satisfechos, contentos o dichosos; si hay de que reírnos… no dejemos pasar el tiempo, festejemos y riamos con ganas porque nada dura demasiado.

En definitiva, habría que hacernos la costumbre de vivir a pleno los momentos de felicidad, más allá de la alegría, más allá de la tristeza.

Hoy es un buen día, hoy voy a ser feliz.

---

… Y cuando mi Tristeza y yo paseábamos, la gente nos observaba con ojos dulces y susurraba palabras llenas de grato asombro…

… “Mirad allá descansa un hombre cuya Tristeza ya murió”.

… proclamé mi Alegría desde el tejado. Pero nadie me prestó atención. Y mi Alegría y yo nos quedamos solos, sin nadie que nos mire, sin nadie que nos visite...

… Y mi Alegría murió de soledad.

Khalil Gibrán

Esperemos el tiempo que se viene con esperanza, preparados para ser felices, sin desconocer, sin asombrarnos, sin quejarnos, que hay momentos de tristeza como momentos de alegría.

Así es la vida…

Que termine bien el año y que el próximo sea mucho mejor.

EJS

El imprudente recurso del endeudamiento - Por Alberto Medina Méndez


El Estado precisa de medios económicos para su normal funcionamiento. Para ello apela a los mecanismos habituales, aunque a partir de esas líneas básicas de acción, da nacimiento a algunas variantes muy similares.

Los impuestos han sido el medio más rutinario, ya que le permite al Estado apropiarse una parte importante del fruto del esfuerzo de los ciudadanos que componen una comunidad, en una suerte de saqueo legalizado.

Una forma alternativa, no menos significativa, ha llegado gracias a la cuestionable potestad de emitir moneda artificialmente, abusando de un monopolio que los circunstanciales administradores de la cosa pública han construido, y luego perpetuado, con absoluta premeditación, disponiendo entonces, a su servicio, de un manantial casi inagotable.

Una tercera chance aparece también con bastante frecuencia. Está ligada con la atribución de los gobiernos de endeudarse, obteniendo acceso a dinero en el presente, para gastarlos a mansalva ahora, a cambio de reponerlos en su totalidad en el futuro con un adicional de intereses.

No existe fuente de financiamiento estatal que despliegue bondades. Todas ellas son perjudiciales y lastiman con potencia a las libertades individuales, impactando sobre la actividad económica, alterando el sistema de precios, dañando todo a su paso, de un modo, a veces, casi imperceptible.

Pero tal vez la más patética de esas herramientas es la que le permite endeudarse al Estado. Es que la "fiesta", ese momento en el que se aplica el dinero, la disfruta una sola generación, pero son habitualmente los que vienen los que terminarán pagando ese jolgorio. Nada más ruin que gastar ahora, para que los hijos sean los que abonen los excesos de sus padres.

Algún piadoso analista dirá que cuando esa deuda se asigna para obras de infraestructura que permanecerán en el tiempo, se configuraría cierta clase de atenuante. Es materia opinable. Lo concreto es que los que pagarán, tendrán que hacerse cargo de una deuda sobre la que no han podido opinar.

Es trascendente entender que el tema de fondo es realmente otro bien diferente, que tiene que ver con el volumen y eficacia del gasto estatal, lo que supera largamente la retorcida discusión acerca de cómo efectivamente se cumplen con esos compromisos ya asumidos previamente por el Estado.

Claro que cuando las erogaciones son infinitas, la búsqueda de recursos también recorre el mismo tortuoso camino, y entonces las decisiones inadecuadas se multiplican y muestran la peor cara del sistema. Un Estado austero no tendría esta dimensión de problemas y resolvería la cuestión de un modo mucho más simple, con consensos y sin grandes complicaciones.

En tiempos de inflación, esa que se origina en un fenómeno estrictamente monetario, sin el cual sería imposible su gestación, existe una tentación casi serial por operar sobre sus efectos y no sobre sus indisimulables causas.

Los más ingenuos e ignorantes creen aún en la existencia decisiva de los formadores de precios. Los más heterodoxos recitan aquello del diálogo social con los protagonistas y apuestan todo a la utilización de sus mágicos rudimentos que permiten, invariablemente, amedrentar al mercado.

Lo cierto es que con un gasto estatal obsceno, absolutamente nada alcanza y la emisión resulta finalmente imprescindible para cubrir los dislates de los gobernantes de turno. La solución de fondo pasa por reducir el gasto de los gobiernos acomodándolo a sus demostrables urgencias. Y sobre todo, el tema pasa por comprender la naturaleza de la existencia del Estado, sus fines últimos y las razones de su aparición en la civilización contemporánea.

Lamentablemente, algunos países, demasiados tal vez, vienen recurriendo a un ardid tan inmoral como cruel. Es que una vez que se ha superado la barrera de la voracidad fiscal, cuando ya no cabe posibilidad alguna de seguir incrementando impuestos, los gobiernos deben resolver el dilema.

O disminuyen el gasto estatal, cosa que jamás hacen con convicción, o buscan otras opciones para solventar sus aventuras políticas personales. Cuando nadie les presta porque han dejado de ser serios, saben que la emisión monetaria está siempre disponible, pero frente al primer resquicio que se abre para solicitar empréstitos, no dejan pasar esa ocasión.

El camino adecuado para resolver el problema central es abordar el indecente tamaño del gasto estatal. De lo contrario, la discusión eterna girará alrededor de decidir cuáles serán las próximas víctimas a saquear.

El razonamiento tradicional de los gobernantes consiste en evaluar si esquilmarán a los que producen y consumen vía impuestos, a los ciudadanos en general, pero en especial a los más pobres, si optan por emitir moneda artificial generando inflación, o apelan al endeudamiento hipotecando el futuro de los que jamás decidieron pagar la fiesta ajena.

En estos días se empieza a percibir un giro evidente. La idea no es bajar el gasto, sino en todo caso, cambiar la fuente de financiamiento. Siendo que los impuestos no pueden aumentarse, pues parece el tiempo de aprovechar los vientos externos favorables y un mercado de capitales generoso, para reducir la emisión monetaria y reemplazarla por el eterno endeudamiento.

Definitivamente, no es la solución. Solo se trata de otro parche más, inclusive mucho más perverso que el vigente, porque intenta disimular los incómodos efectos de corto plazo del aumento de precios y suplirlo por este artilugio camuflado, que solo se notará cuando llegue la cuenta y haya que pagarla. Si no se comprende cabalmente como funciona este mecanismo, pues se seguirá por la senda del imprudente recurso del endeudamiento.

Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com

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