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LA ARGENTINA SIN PERONISMO - por Enrique Arenz


Por Enrique Arenz* para el Informador Público

Menem y los Kirchner han desguazado el peronismo. Apenas si quedan, flotando todavía como las cenizas del volcán Puyehue, su liturgia chanflona, sus contradicciones insoportables, su mitología tergiversadora de la historia, y su dominio territorial basado en la dádiva, la violencia, el fraude y la corrupción.

Carlos Menem privatizó las empresas del Estado, deficitarias, inservibles, estructuralmente corruptas y colonizadas por el sindicalismo peronista. Fue como una andanada de misiles contra la herencia principal del general. Una oleada desperonizadora que arrasó con las hipotecas (no las joyas) de la abuela.

Menem demolió la economía peronista, casi con desdén, como diría Borges: apenas si se salvaron Télam y Canal 7. Pero si “Menem lo hizo” fue porque después de décadas de inflación, falta de inversiones, fuga de capitales y decadencia imparable de los servicios públicos, de esa herencia no quedaban sino deudas y amenazadores pronósticos.

Hoy podemos discutir si esas privatizaciones estuvieron bien o mal hechas, si hubo o no retornos en los procesos licitatorios, si se pensó en los consumidores o en los empresarios cuando se aplicaron cuestionables criterios de exclusividad. Pero mal o bien las privatizaciones se hicieron. Y hay que aceptar que hubo aciertos, como en los casos de Acíndar y Entel, y desastres irreparables, como el de Aerolíneas Argentinas. Lo que nadie puede negar es que fue una desperonización a escala gigantesca.

Vino De La Rúa y dejó todo como estaba. No se animó ni siquiera a tocar la convertibilidad que pedía a gritos, ya desde los últimos años del menemismo, reformas urgentes. Todo acabó en un helicóptero que se llevó no sólo a De La Rúa, también al radicalismo y al bipartidismo apolillado.

Vino el “que se vayan todos” y el interinato de Duhalde, quien intentó cambiar el modelo menemista (a pesar de que él lo acompañó hasta 1994, cuando fue herido por el pacto de Olivos), es decir, Duhalde quisoreperonizar la Argentina, pero entendió que eso era imposible. Entonces se limitó a exorcizar el “neoliberalismo” menemista e impulsar un proyecto productivista que nadie entendió nunca pero que en la práctica se tradujo en una formidable confiscación de los dólares de los ahorristas y en una devaluación asimétrica que salvó a unos pocos y hundió a muchos.

Incapaz de seguir gobernando por conocidos imprevistos que el piloto de tormentas no pudo capear, adelantó las elecciones, puso un sucesor con su dedo y nos obligó a todos los argentinos a votar en una virtual interna peronista donde hubo una oferta de tres candidatos presidenciales que cantaban la misma marchita.

Y llegamos a Néstor Kirchner, la esperanza blanca de Duhalde para reperonizar la Argentina. Durante los primeros tiempos Duhalde lo defendió y pidió paciencia a los muchachos, a pesar de que Néstor comenzó metódicamente a concretar la parte del trabajo que no había hecho Menem: minó por dentro al mismísimo partido Justicialista, el viejo Movimiento del general. Echó a las autoridades partidarias elegidas legalmente y ocupó el espacio con sus pingüinos. Luego fue trayendo a los mismos que Perón había echado de la Plaza de Mayo, encumbró en altos cargos, incluso ministeriales, a ex terroristas, ya viejos e inofensivos pero sedientos de poder y revancha, enemigos mortales de aquellos otros peronistas ortodoxos que los habían combatido tres largas décadas atrás; se abrazó con las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo a quienes les dio todo el dinero que quisieron y las puso en el centro del poder, como un símbolo bien contrastante de lo que no había sido nunca el peronismo: un movimiento interesado en los derechos humanos.

Humilló prolijamente a los que él llamó “los pejotistas”, los usó cuando los necesitó y pasó de despreciarlos a odiarlos cuando en 2009 lo traicionaron en legítima defensa. A todo esto había montado una formidable maquinaria judicial para perseguir a militares, policías y civiles acusados de crímenes imprescriptibles, muchas veces sin pruebas y casi siempre con testimonios más que dudosos, para recluirlos en fríos calabozos y en el mayor de los desamparos, aunque se trate de ancianos o personas gravemente enfermas.

Viejas heridas que estaban cicatrizando fueron reabiertas con sadismo y objetivos subalternos; rencores ya apaciguados resurgieron en muchos corazones que tal vez habrían preferido mirar hacia adelante. Todo con la complicidad de una Justicia también culturalmente peronista, anotada siempre en alguna servilleta del poder de turno, mientras nos contaban una historia tuerta sobre lo que nos ocurrió en la década del setenta.

Kirchner, soñando la eternidad, dispuso unilateralmente que su esposa lo sucediera. Y su esposa, más dura que él, continuó destruyendo el partido. Hasta que el eternauta entregó su aliento en una noche de furor. (Ya escribí algo sobre esa muerte inoportuna). A partir de entonces las decisiones fueron cada vez más sectarias, familiares y herméticas. Jóvenes de La Cámpora (caricaturas de lo que fueron los padres de algunos de ellos), escalaron posiciones rentadas, y los pejotistas debieron soportar más desplazamientos y más vejámenes.

Ahora Cristina designó, para secundarla en la fórmula, a un advenedizo del peronismo, procedente para colmo de la juventud liberal de UPAU, un converso que saltó al revés, de adelante para atrás, que involucionó culturalmente porque pasó del CEMA al socialismo setentista, de Milton Friedman a Maynard Keynes, algo nunca visto, para escarnio de los muchachos peronistas que esperaban razonablemente que alguno del propio palo llegara a mojar el biscocho.

Pero el rey de los humillados fue el gobernador de la provincia de Buenos Aires, el bueno de Daniel Scioli, quien desde el 2003 no perdió ocasión de dar testimonio de lealtad y obediencia hacia el matrimonio Kirchner. Fue sumiso e incondicional desde cuando era vicepresidente y soportaba en el recinto del Senado los agravios implacables de la senadora Fernández de Kirchner. “La gente interpreta mis silencios”, se justificaba ante quienes le reprochaban la indignidad de su blandura. Blandura gratuita, al cuete, porque Cristina es de esas jefas despóticas que nunca se sacian de abusar de su autoridad, que jamás están conformes con las pruebas de obsecuencia que les tributan y las alcahueterías que les llevan. Al contrario, la falta de agallas de sus víctimas, la mansedumbre ante el maltrato, la abyección con que lamen la mano que los abofetea, irrita y enceguece de desprecio a esta calaña de mandones. Y si no que lo desmientan Filmus y Tomada, de los cuales ni vale la pena hablar.

Los Kirchner transformaron la lealtad peronista en obediencia ciega, destruyeron hasta la tradición de ese verticalismo consensual siempre recompensado que inventó Perón y utilizó inteligentemente Menem. Cuando Cristina impuso como compañero de fórmula de Scioli al señor Mariotto para que lo vigile, lo limite en su manía dialoguista, lo haga pelear con Clarín y, en definitiva, lo reduzca a la condición de un mero delegado del poder central; cuando le introdujo en su lista de diputados nacionales a diez ignotos militantes de La Cámpora y le dejó solamente nueve lugares para sus hombres de confianza, además de reescribirle las nóminas de candidatos a la legislatura y hasta las de los concejos deliberantes, les demostró a todos que la verticalidad se impone desde arriba y se acata sin chistar, sin esperar nada a cambio, sin derecho siquiera al respeto. Y cuando ante tamaña afrenta, el gobernador bajó la cabeza y musitó: “Como vos digas, Cristina”, ahí sí, creo yo, quedó sellada la suerte del peronismo.

Caído el bastión inexpugnable de la provincia de Buenos Aires, que para nuestra sorpresa resultó ser una fortaleza de barro, el peronismo que queda en pie no es gran cosa. Ciertamente no ha de ser el liderazgo de Rodríguez Saá, ni el del desleído Francisco de Narváez quienes lo rescaten del desmoronamiento. Tal vez solamente Eduardo Duhalde, convertido en un piadoso colector de heridos y contusos, conserve bajo su aura protectora lo poco que se mantenga en pie de ese peronismo, incluyendo al sindicalismo, que hoy no tiene otras aspiraciones que esquivar los guadañazos de algunos jueces impredecibles.

En resumen: si Menem vació de contenido la doctrina económica del peronismo, los Kirchner se ocuparon de demoler su estructura partidaria. Con la ayuda inesperada de la oposición, como veremos más adelante.

Cristina no sabe dónde está parada, y posiblemente crea que protagoniza una epopeya revolucionaria al enfrentar los molinos de viento de las corporaciones, los medios independientes, “el monopolio Clarín”, el ruralismo y las despreciables y egoístas clases medias urbanas. Tal vez crea en lo que le dicen sus escasos confidentes: que el país está económicamente bien, que la gente consume y está contenta, y que a nadie le importa la corrupción de las Madres, la mafia de los remedios adulterados, la plata escondida Dios sabe dónde, ni el espectáculo de las valijas voladoras cargadas de droga y dólares que van y vienen por cielos liberados. Apenas si la gente se queja por la “sensación” de inseguridad y por una inflación inexistente que han inventado los medios concentrados y enemigos. Pero para qué preocuparse si eso se corrige con un buen relato oficial, y para eso están los Mariotto, los Abal Medina, los periodistas militantes, los medios oficiales y los medios privados victorhuguizados y, sobre todo, su Amado roquero.

Eso cree Cristina, pero está equivocada: muchos argentinos pueden ser un poco distraídos y, a veces, hasta egoístamente tontos y con tendencia a mirar para otro lado, pero no son así todo el tiempo, no para siempre. Es inevitable que a Cristina le llegará la hora de darse esa ducha helada de realidad que le traerá algo más que un resfrío pasajero.

Hablemos ahora un poco de la oposición. Prometía, pintaba bien, nos ilusionamos, pero se fragmentó en el momento de mayor gravedad institucional, cuando estaba claro que con más grandeza y menos veleidades individuales, la unidad compacta bajo un programa básico de reconstrucción republicana le hubiera garantizado un contundente triunfo en la primera vuelta.

Pero los políticos de esa oposición, salvo Macri que hizo lo que pudo, no tuvieron clara percepción del momento histórico que tan dramáticamente los convocaba, y se dividieron en cinco segmentos con pretextos y argumentos endebles, francamente infantiles. Pero con su torpeza ayudaron a Cristina a despedazar ese inservible pejotismo que ya no necesitará. Otra habría sido su estrategia si se hubiera visto enfrentada a un rival poderoso.

No hay motivos para ser optimistas. Sólo queda esperar que las jóvenes generaciones se decidan a comprometerse con las ideas y la política. Tal vez, no lo podemos saber, llegue un tsunami purificador que arrastre los residuos de la vieja partidocracia y despeje el escenario para que emerjan nuevos partidos y hombres y mujeres honestos, idealistas, con ideas claras sobre lo que hay que hacer en la Argentina para transformarla en una república próspera y moderna.

Entretanto veamos este desastre desde un ángulo positivo: Carlos Menem y los Kirchner, con la ayuda de una oposición que no ha sabido estar a la altura de los tiempos, desempeñaron una función ecológica al desguazar esa maquinaria de poder y corrupción que ha sido siempre el peronismo.

Web del autor: www.enriquearenz.com.ar
Blog: http://enriquearenz.blogspot.com/

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