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EL ROPERO VACÍO - Por Eduardo Juan Salleras


Desocupando el pasado…
EL ROPERO VACÍO
Por Eduardo Juan Salleras, 27 de noviembre de 2015.-

Se autoriza su publicación solamente en forma completa y nombrando la fuente

Entré al cuarto de pronto y vi que el enorme placar que cubre toda la pared, de 5 metros de frente por 4 de alto, estaba con las puertas abiertas, las de arriba a la izquierda, de par en par… y adentro vacío. Y los demás espacios también.

Me vino el recuerdo de mi suegro, cuando me hacía poner una escalera altísima, medio desvencijada, que se movía constantemente, debiendo subir a buscar en aquel enorme ropero empotrado en la pared, algo que se le ocurría…

- No, no, no… un poco más a la derecha… estira el brazo… ahí, ahí… (ordenaba desde abajo).

- Acá no hay nada… (decía yo).

- A ver, a ver… espera… abrí la otra puerta…

Yo arriba con la escalera que se movía, pensando: no me lo estará haciendo a propósito… reconozco que hasta me imaginé un atentado.

- No tengas miedo que yo te sostengo la escalera…

Encima me trataba de miedoso. De repente soltaba la escalera, se iba a otro lado y yo bamboleándome arriba.

- ¿Y? Al volver me preguntaba… Ah jajá… ahí estaba no más… viste que estaba… ahora bájalo…

No solo era incómodo sino que además el bártulo pesaba una tonelada.

¿A qué viene esto?

Se me ocurrió, mientras me avanzaba la memoria, cuánta vida hubo en esos placares, cuántas cosas del hogar guardadas.

Estamos desarmando la casa de mi suegra que murió hace un par de años y mi suegro mucho antes. Un enorme “petit” hotel en el que vivió toda la familia desde siempre. Lleno de objetos que se van repartiendo entre todos.

Y pensé… no sé cuánto tiempo se tardará en vender la propiedad, lo que sí estoy seguro que detrás de estas puertas quedarán esos espacios vacíos y que nunca más volverán a atesorar nada.

Así como se van desvistiendo de sus pertenecías cada rincón, verdaderos tesoros del recuerdo, estamos sentenciándolos a desaparecer para siempre.

Nunca más custodiarán algo, esperarán allí vacíos su final, porque la casona, por el lugar a donde está, seguramente terminará en una demolición.

Los muebles y cuánto artefacto se pudo sacar, ya no están. La nostalgia se los llevó a otro presente y a otro futuro, aunque algunas cosas quedan pero, este placar como parte del edificio se irá abrazado a él cuando se cumpla por fin su condena.

Recuerdo con melancolía que detrás de unas de las puertas bajas, había o hay, porque todavía está, vacía, una linda cajonera donde mi suegro guardaba algunas herramientas, la linterna y chucherías, era de guardar todo, eso sí, con nombre, fecha y algún dato característico.

También tiene - ya del otro lado - unos cajones a la vista. El último de abajo, el más más alto y grande, fue siempre la delicia de los niños, los que apenas entraban a la casa de los abuelos, ya desde la puerta, bien lejos, corrían desesperados a sacar los juguetes, los que no eran gran cosa, pero como siempre pasa, guardaban la seducción del no poseído, el que no se podían llevar de allí nadie de ninguna forma.

En el medio de semejante armario, eludiendo su figura, un gran espejo, ese tal vez sí se pueda sacar, donde todos al paso suelen mirarse, y cuando comíamos en ese ambiente - utilizado frecuentemente a diario, para evitar el uso del gran comedor - a aquel que le tocaba enfrentarlo, no dejaba de mirarse, de medir sus gestos, de observar alguna mueca o marca en la cara, o algún pelo fuera del peinado, mientras se comía y se charlaba.

Por encima de él las bauleras. Fue una de ellas la que vi al entrar al cuarto con sus puertas abiertas y nada en su interior.

Eso me indicó el final. Si bien los ambientes fueron vaciándose de muebles, de cuadros y de adornos, los seguiremos - según parece - usando un tiempo más para estar allí, mientras vamos y venimos, desocupando el pasado de recuerdos.

Dudo que ese placar vuelva a guardar algo otra vez.

Es como una larga despedida, sería bueno que alguien cierre al menos sus puertas, que tapen la desnudez de su interior, que esconda su final, su anunciado adiós.

Recordaré, entonces, a mi suegro cuando me mandaba – y yo por el honor y por el amor a mi mujer, en aquel tiempo mi novia - a hacer equilibrismo en una alta y floja escalera, encima de todo, pretendiendo sin correrla, que llegara a lugares inalcanzables, para lograr “su” objetivo, no el mío.

Y si bien, caer de cuatro metros no es la muerte para nadie pero, no por miedo al golpe, sino más bien al ridículo, lo que debía evitar a cualquier precio frente a mi suegro. Nunca derrotado ante él… Lo quise mucho.

Debo reconocer que prefería quizás hacer acrobacia en los últimos escalones que pasarme una hora dándole manija a la “vitrola” para escuchar varios discos de pasta, horrendas óperas italianas. Será este tema para otra ocasión.

Me gustaría cerrar relatando esa sensación de enorme vacío al ver la baulera del placar desocupada, liberada por fin o por la desdicha de haber cumplido su tiempo, aceptando con hidalguía el final que se acerca.

No hay nada más nostálgico que un espacio vacío que siempre estuvo lleno de historia, así sea lo que guardó en su corazón un armario, así sean trastos viejos… ni hablar si dentro de él o del espacio que deja la vida, nos aflora la melancolía de algo muy querido.

¡Qué tristeza tengo!

EJS

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