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EL PODER DE LA PELOTA - Por Eduardo Juan Salleras


En un fin de semana completo
EL PODER DE LA PELOTA
Por Eduardo Juan Salleras, 13 de julio de 2014.-

Se autoriza su publicación solamente en forma completa y nombrando la fuente

Preso por el fútbol y el mundial, por los fondos buitres, por el Boudou-Gate, el jury a Campagnoli… por problemas en mi trabajo… así es muy difícil concentrarse frente al teclado y escribir.

Pero Argentina pasó a la final.

El país se vistió de celeste y blanco; la gente cantaba fervorosa el himno y se abrazaba entre sí como hermanos.

Estuve en Buenos Aires el 9 de julio y en las esquinas, luego del triunfo frente a Holanda, se agrupaban multitudes - ni hablar en el Obelisco - al son de las bocinas, aturdiendo y despertando del amargo sentimiento cotidiano, a un pueblo sombrío y triste desde hace más de una década.

Es que hace 28 años que no salimos campeones, y ahora estamos a la puerta de un nuevo festejo.

Ahora es sábado de madrugada y mañana por fin será la gran final con Alemania, y podemos salir campeones. Son 90 minutos, o tal vez 120, a la sumo por penales. Once contra once, dos buenos equipos, los teutones vienen de golear espectacularmente a Brasil, y nosotros de sufrir contra Holanda y definiendo desde los 12 pasos pero, tenemos al mejor jugador del mundo… si juega, es imposible perder.

Entonces, si el triunfo es nuestro, nos veremos en un lunes atípico, con la gente coincidiendo en las calles alegremente, otra vez el celeste y blanco flameando por doquier, y si el caballo del éxito se las aguanta y no corcovea, todos subidos a él, en especial aquellos que vienen de capa caída y deben disimular su momento.

Ya veo a tantos patriotas enfervorizados.

El regreso al país de nuestra selección victoriosa será aprovechado por la gente, para sacarse la mufa, y por el gobierno para disfrazar tantos fracasos políticos y económicos.

Tal vez, los fondos buitres, animados por el triunfalismo, terminen donando sus bonos a la fundación de las Madres de Plaza de Mayo; el juez Lijo admita que lo de Boudou fue apenas una travesura de adolescente; el fiscal Campagnoli sea condenado a la silla eléctrica; Lázaro Báez propuesto para premio nobel de la paz o reconocido como el empresario de la década; La Cámpora pretenderá seguro llevar en andas a Cristina hacia una nueva reelección para no perder el sustento diario; y el relator meloso por el modelo propondrá definitivamente paredón para un tal Magnetto y quedarse con el grupo Clarín.

Todo puede pasar en una Argentina triunfalista y futbolera, porque parece ser que mientras la pelota estimula al pueblo no asesinaron más a nadie, no fue necesario robar, el narcotráfico no pudo competir con el narco-balón, la inflación bajó, y los capitales animados por el éxito vuelven para quedarse… eso sí, los inconvenientes en mi trabajo los voy a tener que arreglar solito y como pueda, porque ni con una goleada a Alemania se resuelven.

Es que, más allá de los festejos y euforias, en algún momento se callan los gritos, las bocinas y el entusiasmo; se apagan las luces y una vez más volvemos a estar solos y a oscuras.

Es lo que dura el tiempo que ilumina el éxito, y más cuando no es propio, cuando uno no estuvo en el césped, ni tocó la pelota y mucho menos metió un gol. Es la alegría de la que nos asimos desesperados para escapar de la angustia cotidiana. No nos olvidemos, que en pleno proceso militar, gobierno de facto, ganamos también un mundial y salimos todos a festejar el triunfo como viviendo en el mejor de los países.

No va a haber ninguna diferencia entre el clamor del 78, del 86 y si nos toca, el de 2014.

Festejos son festejos y parece no importar el alrededor.

Y decidí parar acá hasta la gran final.

Jugando un buen partido, Argentina perdió en tiempo suplementario, producto del agotamiento físico, un descuido típico del cansancio, faltando tan sólo 3 minutos y luego de pifiar un par de goles en el arco rival, la carrera de un jugador alemán por la banda izquierda, centro, y luego de matarla con el pecho, un tal Goetze, lo fusiló a nuestro arquero.

Ya no había tiempo para nada, ni fuerzas para revertir el resultado.

De todas formas fue un digno finalista, en un partido que pudo ser para cualquiera de los dos, pero uno solamente podía llevarse la copa. No nos tocó en suerte.

De todas formas la gente salió a festejar orgullosa por su equipo y por el ánimo que contagiaron los jugadores – en especial Mascherano – al entregarse por entero, sin dejar nada en el vestuario. No se les puede reprochar nada.

Argentina tuvo la mala suerte de llegar a este campeonato relámpago que es el mundial, con sus jugadores estrellas en su peor momento, por lesiones y bajones futbolísticos posteriores, en particular Messi.

Y en medio de la algarabía en el Obelisco, se armó una batalla campal entre manifestantes violentos destrozando todo - los de siempre - y la policía, volviendo de una manera abrupta a nuestra triste realidad. Se acabó el mundial e inmediatamente se recuperó la inercia de lo cotidiano, aquello sepultado a noticias de segundo orden con el rodar de la pelota.

Ahora; ¿de qué nos disfrazamos?

Vivimos un mes de encanto y de ilusiones. La palabra esperanza, ya sea resurgida desde el fútbol, recuperaba protagonismo. Pero la magia esperada se terminó y sin el éxito que la pueda hacer durar lo suficiente como para seducir a la sociedad un rato más.

El país hoy se está jugando otras cosas más importantes. Tengamos fe.

Ojalá festejemos.

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