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Si Israel cae - por Horacio Vasquez-Rial


Hace unos años, yo pensaba que, si caía Israel, el resultado inmediato sería un pogromo planetario, con cosacos y SS de todos los colores en una prolongada matanza, ya no industrial, como en los lager, sino artesanal, hasta acabar con el último judío. Ahora sé que no será así, que no cesará con el último judío, sino con el último lector, el último escritor, el último músico, el último científico, el último hablante. Si Israel cae, la sharia se impondrá en el estilo Pol Pot, con la colaboración de los mismos que miraron con simpatía a los jémeres rojos, víctimas del imperialismo y otras majaderías. Si Israel cae, habrá un Reich de mil años, un terrible retorno a las edades oscuras. (Raúl Reuben Vaic)
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Si Israel cae
por Horacio Vasquez-Rial

El presente texto es una versión abreviada de otro de mayor extensión, titulado Si Israel cae y aparecido en el volumen colectivo En defensa de Israel (Certeza, Zaragoza, 2004), coordinado por el autor, Pilar Rahola y Jaime Naifleisch.

A mis veinte años, cuando yo era aún un hombre de la izquierda tradicional, miembro del Partido Comunista, tuvo lugar la Guerra de los Seis Días. Vivía entonces en mi barrio de adolescencia, el barrio judío de Buenos Aires, el Once. La mayoría de mis vecinos y amigos eran judíos, y buena parte de ellos pertenecía a la misma izquierda que yo. Ya por esa época, la fuerza de la propaganda judeófoba era inmensa y las posiciones antiisraelíes venían avaladas, además de por la prensa general, por la Unión Soviética, comprometida con los regímenes feudo-fascistas de los países árabes. Y la Unión Soviética formaba parte del imaginario utópico de mi generación –que no emprendería su tarea crítica hasta la represión de Praga de 1968– y del de la generación precedente, sobre todo en Buenos Aires, donde una mayoría de judíos rusos huidos de los pogromos del imperio granruso habían querido ver en los sucesos de 1917 una respuesta a sus plegarias, ignorando las terribles consecuencias que a veces tienen las plegarias atendidas. Es decir que, por una parte, uno abría los periódicos y se encontraba con un pestilente vómito antisemita, y hablaba con el vecino judío, progresista y deseoso de justicia, y se encontraba con el terrible argumento del antisionismo y de la fidelidad debida a la causa de los pueblos, como si Israel fuese ajeno a ese concepto. Empecé, pues, a discutir lo que aún hoy discuto. Lo curioso es que en los años sesenta, además de con los antisemitas de siempre, me veía obligado a discutirlo con judíos que estaban contra Israel, y no alcanzaba a comprender por qué.

Ellos tenían los mismos conocimientos que yo acerca de la situación, de la creación del Estado, y de la nefasta y soberbia actitud árabe. Poco antes, Les Temps Modernes, la revista que dirigía Sartre, había dedicado un número, el 233 bis, al conflicto árabe-israelí (nadie hablaba de palestinos, sino de árabes), y ese número había sido traducido al castellano en forma de libro. La historia misma de los acontecimientos entre 1917 y 1967 había sido narrada en incontables ocasiones. Pero yo defendía el derecho de Israel a existir y a desarrollarse, y mis amigos, entre los cuales predominaban los judíos de pensamiento avanzado, no. Probablemente haya sido la cuestión israelí uno de los determinantes de mi alejamiento del comunismo, debido en lo esencial al hecho de que la oposición al Estado judío –a su existencia misma– violaba todas las leyes de la racionalidad. Pero, sobre todo, porque violaba todas las normas de la tradición ético-estética de la que yo me sentía heredero, y que daba al progreso un lugar preponderante.

Los kibbutzim a los que se habían ido algunos amigos de infancia eran la realización de una utopía y, a diferencia los sovjoses de la impenetrable URSS –donde algunos afirmaban que se estaba realizando un sueño con la fe del carbonero–, se los podía visitar, y hasta se podía trabajar en ellos sin ser judío.

Aún no había leído yo a Malraux, que me llegaría un par de años más tarde. No conocía pues, aquella sentencia suya que posteriormente sería norma para mi vida: "Todo hombre lúcido y activo es o será fascista si no tiene una lealtad que se lo impida". Pero está claro que esa lealtad, que para Malraux había sido para con la República Española, era en mi caso para con Israel. Y así seguiría siendo. Aunque no en la misma forma a lo largo de los últimos treinta y cinco años.

En ese lapso pasaron muchas cosas. En la Argentina en la que me crié se sucedieron las dictaduras. De hecho, el ciclo militar ya estaba iniciado en 1967: el general Onganía había dado su golpe de estado un año antes de la Guerra de los Seis Días. El interregno teóricamente democrático entre los generales de los años sesenta y los de los setenta fue cubierto por José López Rega y la Triple A. El antisemitismo formó parte de los programas de gobierno desde Onganía en adelante, y se reforzó con Videla y sus sucesores inmediatos, amparados económicamente por una Unión Soviética ya en plena descomposición, que sustituía a los Estados Unidos de Jimmy Carter en el papel de cliente predilecto desde el momento en que el presidente americano ordenó el embargo del comercio con un gobierno que tan abierta y claramente violaba los derechos humanos.

Los judíos fueron perseguidos y exterminados: el número de ciudadanos judíos entre los desaparecidos y los exiliados es brutalmente desproporcionado en relación con su presencia en la sociedad general. Un sistema perverso de leyes fiscales instaurado a partir de 1976 –el beneficio de la exención total de impuestos para los inmigrantes del sudeste asiático, que así competían con todas las ventajas desde el principio– expulsó a los judíos del pequeño comercio. Durante la etapa menemista, con un presidente corrupto y vinculado familiar y políticamente a Siria, tuvieron lugar dos de los mayores atentados antisemitas previos al 11 de setiembre de 2001: la voladura de la embajada de Israel y la de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina), con una cantidad de víctimas aún no precisada, y que contaron con la tolerancia culpable del gobierno y de una parte de los jueces, dedicados a obstaculizar cualquier investigación y a poner pegas de toda clase al dignísimo magistrado instructor, Juan José Galeano. Mis amigos judíos de la adolescencia que no desaparecieron, ni se exiliaron ni fueron asesinados en atentados volvieron a ser judíos, lo que nunca habían dejado de ser a pesar de sus esfuerzos por ser comunistas, antisionistas y hasta peronistas. Y en ese proceso fueron descubriendo los valores de las sociedades abiertas, cuyo conjunto apenas si relativamente homogéneo llamamos Occidente.

En España, mi otro país, cuya nacionalidad poseía por legado paterno, descompuesto el régimen que tenía por enemigo principal una supuesta conjura judeo-masónica, el gobierno del PSOE estableció relaciones con el Estado de Israel porque no le quedaba más remedio si quería tener una imagen de recibo en la Unión Europea. Medió en ello Bruno Kreisky. Pero Felipe González no dio la talla en ningún momento. La cosa no le gustaba. No fue capaz de ponerse una kipá ante el Muro de los Lamentos y, como debía llevar la cabeza cubierta, acabó disfrazándose con una gorra de taxista. El que en aquel momento hacía las veces de presunto sucesor suyo, Javier Solana, acabó estando a cargo de la política exterior común de la Unión Europea, y ni él ni su delegado en Oriente Medio, el señor Moratinos, ocultaron su simpatía por Arafat, a quien, según propia confesión, le escribían discursos. Ni su simpatía ni su amistad, cosa que al menos González disimuló. Es cuando menos curioso que estas gentes, que asumen la representación de Occidente como dirigentes de la Europa comunitaria, no intenten al menos una explicación coherente de su cerril oposición al único Estado democrático de esa parte del Mediterráneo.

En 1991 sobrevino la Guerra del Golfo. Otra oportunidad para definirse. Y lo hicieron casi todos. Desde la izquierda pacifista, con su pretensión de que nadie se defienda, hasta una España miembro de la OTAN que participó a regañadientes y una Unión Europea que cubrió el expediente formal, tal vez porque sus miembros hegemónicos temían que saliera a la luz lo que finalmente, en 2002, salió: que Alemania y otros socios habían estado armando a Irak. Fue un auténtico despliegue de argucias para hablar contra la guerra sin decir lo que, al día siguiente de la invasión de Kuwait, se evidenció como objetivo central de Sadam Husein y puso de su lado a los palestinos: el arrasamiento de Israel, a cargo de los misiles iraquíes y como parte del gran proyecto panárabe de Bagdad.

La apoteosis, desde luego, fue la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York. Muchas barbaridades se habían oído antes de eso, pero las que se oyeron después fueron piezas destacadas de la antología del disparate. Desde las celebraciones palestinas hasta los comentarios de café acerca de lo mucho que habían hecho los americanos del norte para merecer ese desastre, pasando por las declaraciones de los popes de la izquierda, desde Noam Chomsky hasta Eduardo Galeano. Y se puso de manifiesto algo que ya era sabido por los que queríamos saber de esas cosas: que el antiamericanismo reinante en la Europa de hoy, con hegemonía alemana y simpatías proárabes, es una de las formas que adquiere el antisemitismo de siempre. En síntesis, lo que venían a decir las luminarias del pensamiento político no político era que ellos no tenían nada contra los judíos, pero sí contra el sionismo y contra el imperialismo que lo alienta y lo protege. Y sionistas somos todos los que creemos que Israel tiene derecho a existir, y proimperialistas todos los que consideramos que, hasta la fecha, Occidente, con todas sus lacras y sus miserias, representa el nivel de convivencia más alto alcanzado por grupo humano alguno a lo largo de la historia.

Lo que fui aprendiendo por el camino, desde la Guerra de los Seis Días hasta aquí, Malraux mediante, experiencia política mediante, es que este sistema, el pacto que denominamos democracia y el pacto que denominamos Estado como marco de garantías, merece ser defendido contra todas las alternativas concebidas hasta hoy. Que al cabo del tiempo vaya a ser superado es ley de la historia. Pero la idea de que alguno de los regímenes hoy existentes en otras partes del planeta esté llamado a encarnar esa superación pertenece al campo de las perversiones ideológicas, alimentadas por gurúes en nómina del poder. Nadie en su sano juicio puede decir hoy que es mejor la vida en Arabia Saudí, en China o en Cuba que en los odiados Estados Unidos o en la culposa y culpable Europa. Y nadie en su sana moral puede decir que la pervivencia de esos regímenes sea un derecho de los pueblos que los padecen y que, por emplear el término staliniano aún en boga, no se autodeterminan.

Pero Occidente, la suma de los países que viven en el marco de un Estado democrático, la suma de las sociedades abiertas, dista mucho de ser un todo coherente. Europa hizo a lo largo de todo un siglo denodados esfuerzos por apartarse de esa corriente general: el nazismo y el comunismo fueron ante todo grandes movimientos antioccidentales, en los cuales el elemento antidemocrático era sólo una muestra más de deseo de acabar con una cultura y con un estilo de convivencia definido a principios del siglo XX. Se necesitó la intervención de los Estados Unidos en dos guerras mundiales para poner el continente en el camino de las sociedades abiertas, y aun así, los coqueteos germánicos con el mundo islámico, que durante las dos contiendas fueron concretas alianzas, representan un riesgo constante de desvío. La América hispánica, la parte más pobre de Occidente, ha sido y es el escenario propicio para los populismos autoritarios, en general germanófilos, antiamericanos y antisemitas, desde el manifiesto doctrinal de Lugones hasta Hugo Chávez, quien además simpatiza con el islam.

Puesto que hasta los Estados Unidos, potencia paradigmática de un way of life, lo han puesto en peligro en más de una ocasión con apuestas equívocas en su política exterior, visto que Europa e Hispanoamérica han generado una amplia variedad de sistemas de poder enemigos de la convivencia democrática, sólo el resto de Occidente, es decir, Israel, ha venido realizando sin fisuras desde su nacimiento, hace medio siglo, y pese a estar en pie de guerra durante todo ese tiempo, los ideales democráticos occidentales de convivencia y de gobierno. Imagino que no en vano es un Estado en el que, en términos demográficos, predominan los ciudadanos que alguna vez han sido perseguidos por el nazismo, el fascismo, el comunismo, las dictaduras del sur de América y otros freaks de lo que, a falta de un nombre mejor, seguimos llamando pensamiento político. El único Estado, además, en que impera la noción republicana de "un hombre, un voto", con todas las complejidades y complicaciones a que ello da lugar. El pueblo judío, por otra parte, corresponde apuntarlo, es el único que, desde David y los Macabeos hasta 1948, carece de historia militar.

En estos días difíciles de la historia de Occidente, en los que una vez más –la cuarta desde 1870, la quinta desde la Santa Alianza– está en peligro el magro marco de garantías de las que habíamos conseguido dotarnos –la ONU, la OTAN, la UE son organizaciones podridas hasta los huesos–, la solidaridad con Israel es, quizá más que nunca antes, el único compromiso válido con la modernidad, con el pensamiento libre y con la estabilidad democrática.

Hace unos años, yo pensaba que, si caía Israel, el resultado inmediato sería un pogromo planetario, con cosacos y SS de todos los colores en una prolongada matanza, ya no industrial, como en los lager, sino artesanal, hasta acabar con el último judío.

Ahora sé que no será así, que no cesará con el último judío, sino con el último lector, el último escritor, el último músico, el último científico, el último hablante. Si Israel cae, la sharia se impondrá en el estilo Pol Pot, con la colaboración de los mismos que miraron con simpatía a los jémeres rojos, víctimas del imperialismo y otras majaderías.

Si Israel cae, habrá un Reich de mil años, un terrible retorno a las edades oscuras.

(Enviado por Raúl Reuben Vaic)

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