A LA ESPERA…
Por Eduardo Juan Salleras, 16 de agosto de 2011
(Se autoriza su publicación solamente en forma completa y nombrando la fuente)
Me gusta encender el fuego de la mañana con las brasas de la noche.
Tomar el atizador y golpear los troncos negros, que al romperlos se ven rojos anaranjados en su interior, y alguna llamita muy azul comienza a flamear, como desperezándose… enseguida arrimar leña seca, que según cual, comenzará a chispear, quejándose… y por fin el nuevo fogón.
Son los últimos días de ésta ceremonia porque ya los aromos anunciaron que es agosto. Los ramilletes de sus flores amarillas contrastan con las hojas verde oscuro. Es la primera primavera, la que se anticipa cada año a pesar que todavía la estación blanca no terminó; a pesar que algún frío tal vez quede; alguna helada quizás debamos soportar; pero, el calorcito, la ausencia de escarchas matinales, los días más largos, nos alientan advirtiendo que lo peor pasó.
Ya los campos verdean, después de tres meses muy secos, de crujientes pastos amarillos y marrones, que al pisarlos hacen ruido; comienzan a tirar las pasturas, se suele decir, aunque aún debemos cuidar de no sobre pastorear, porque están iniciando su nuevo ciclo.
La vida en el campo está llena siempre de estos matices, cuando no los pájaros u otros animales que nos sorprenden a pesar de varias décadas viviendo juntos en el lugar, como si ensayaran un nuevo número para no aburrirnos… tal vez así sea.
Siempre pienso en aquellos que no tienen techo, por pobreza o elección, porque están también los que resolvieron su vida como vagabundos. No se ven casi aquellos “crotos” por los caminos rurales, que buscaban siempre el amparo de alguna estancia o chacra, donde aparcar su humanidad, pidiendo un lugar en el galpón en el cual desparramar su “mono” (se le dice al bollo de pertenencias de los linyeras: alguna muda, cobijas, pava, etc.) para luego, una vez desensillado, ir a la cocinar a pedir algo que comer, un poco de yerba y por que no, un vinito para calentarse desde adentro, antes de dormir.
Sin embargo sí veo demasiados tirados en la calles de Buenos Aires, debajo de algún alero, si lo hay, muchos borrachos ya sin retorno, que tal vez no pasen este invierno, quizás con su hígado quemado por el alcohol sin remedio, como único combustible para entrar en calor o al menos para llevar su sueño a un lugar imaginario más placentero que unos cartones sobre baldosas, una frazada que apesta y gente quejándose al pasar: ¡Qué barbaridad!
En cambio el vagabundo rural es un caminante, alguien que eligió la vida errante. No es un mendigo callejero, no es un pícaro pordiosero, es un andarín que incluso de vez en cuando se anima a pedir trabajo, y no si es el laburo o la compañía que lo incomoda, porque pronto se va.
Es generalmente conocido, como aquel “loco de los perros”, lleno de ellos que lo acompañaban a todos lados, muchos galgos que utilizaría para correr liebres y hacerse de carne. ¿Cómo alimentar a tantas bocas? Sin embargo se las arreglaba. Desde ya que no podía acercarse a las casas porque entre perros propios y ajenos la contienda sería interminable.
Cuentan que lo asesinaron para robarle… ¿Qué? ... ya no se lo vio entonces por los caminos de Saboya, Pichincha, Blaquier…
Pero ya no se los ve a ninguno. La agricultura convirtió en tapera todas las casas y sus montes, en soledad los cascos, en matorrales los parques, en ruinas corrales y galpones… solo fantasmas de un tiempo lleno de vida rural.
Sin embargo yo elegí escribir mi historia aquí, a pesar de haber nacido en Buenos Aires, y a plena edad de los ruidos y los grises, me vine al silencio y al verde, viviendo solo un buen tiempo, en los que mis amigos me decían: ¿qué haces ahí solitario un sábado o un domingo?
Aprendí a no estar jamás así, siempre conmigo… a dialogar hacia adentro, a sorprenderme… y es el día de hoy que aún lo hago,… después vino la familia, y mucho mejor… pero es interesante descubrirse a sí mismo, a no ser obsecuente con uno, atreviéndose a liberar la voz de la conciencia a pleno y animarse a su interpelación.
En el fondo es una conducta parecida a de los peregrinos de ésta narración. Ellos cuando necesitan buscan el amparo de alguna casa, saliéndose de su soledad.
Es cuestión de emerger y compartir con el mundo nuestros misterios, no todos.
Por sobre todas las cosas disfrutar del romanticismo de cada día, de cada cosa que debamos hacer, por repetida que sea, como encender el hogar en invierno todas la mañanas.
Quizás de eso se trate la vida y la felicidad, de no dejar apagar nunca los fuegos y la pasión o esperar inquieto, a la primera flor del aromo, una nueva primavera.
EJS
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