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El gobierno de los cerdos o Rebelión en la granja

por Delfina Acosta desde Asunción del Paraguay
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Quien lea Rebelión en la granja, del genial escritor político George Orwell, nacido en Montihari (India) en 1903, ya no será después el mismo, pues tendrá, si posee capacidad para ir desentrañando el juego metafórico propuesto por el texto literario, una visión completa y rotunda de cuánta corrupción genera el poder.

Y sabrá que la manipulación es el patrón, la herramienta de la que se vale —casi sistemáticamente— un mal gobierno para llevar a buen puerto sus intereses.

En aras de un supuesto bien común, que pueda traducirse en mejores condiciones de vida, tantas veces los oportunistas de todos los tiempos han jugado, sentimientos ruines de por medio, con las expectativas más candentes y urgentes de los pueblos oprimidos.

Es cierto que la fábula Rebelión en la granja fue pensada por George Orwell para satirizar el stalinismo. Sin embargo, esta obra tiene grandes efectos de orden moral en el lector que, sujeto a los niveles de su razón, verá en ella una crítica despiadada y lúcida contra muchos gobernantes excedidos.

Surgen las justificadas rebeliones humanas cuando sus condiciones de vida son indignantes, y su pasar por el mundo está marcado por la “violencia” de un escenario de pobreza y de enfermedad. Y surge también un alto número de políticos populistas e inoperantes, que son recicladores de exposiciones orales perimidas. Ellos prometen la liberación del yugo que tiene sujetos a la asfixia económica a los pueblos, cualquiera que sea la época. Las épocas marcadas por las crisis son el caldo de cultivo de los impenitentes adictos a la charlatanería.

¿Entiende usted, lector, cuántas veces ha sido manipulado por los oradores, que le dijeron apasionadamente desde una plataforma montada para acentuar los sentimientos ilusorios, que su pobreza sería revertida en riqueza, y su pesadumbre y malestar general en bienestar y confort? Y, sin embargo, véase, observe fríamente su entorno y escudriñe en su realidad, para acabar de convencerse que continúa en el mismo catre y con la misma sábana.

Bien. En la granja del señor Jones, un cerdo llamado Napoleón y otros más, inician en las sumisas bestias del sitio la rebelión contra los humanos. Tomando la posta del ideólogo del alzamiento, el Viejo Mayor (un marrano que había muerto en santa paz mientras dormía), prometen a los animales (a los que tratan de camaradas), que se acabaron los días de trabajo extenuante para beneficio del ser humano. Palabras más, palabras menos, con mucha elocuencia y facultad de entendimiento, aseguran que la granja sería de los alzados, de los insurrectos, y que todo lo producido con su trabajo serviría para su abastecimiento.

Con cuánta alegría (no debería, lector, conmoverse mucho ante las promesas de algunos dirigentes) los animales, aun aquellos que nunca serían bendecidos con una claridad meridiana para entender el ideario del Animalismo, se adhirieron a la causa. Hasta tenían una canción llamada “Bestias de Inglaterra” y siete mandamientos por los cuales regirse, como tienen sus leyes en estado de inercia ciertos Gobiernos de Latinoamérica.

Decía que con mucho contento, como si una brisa premonitoria de nuevos vientos para sus miserables vidas hubiera surgido, finalmente, de entre el follaje de la naturaleza, aquellos ingenuos animales se habían pasado a la causa libertadora.

Cuánta celebración apurada por los maltratos concebidos desde el vientre materno que los tenía descontentos los llenó de atolondramiento y cuánta convicción de estar peleando la mejor batalla iba corriendo por sus venas al lograr apoderarse de la Granja Manor. ¡Hasta hicieron huir al propietario y a sus peones!

Habían obrado exitosamente el discurso y la capacidad persuasiva de los cerdos en la animalada.

Muchos políticos también suelen ser, como los marranos, apasionados, “técnicos”, tácticos y duchos generadores de aplausos a través de sus oratorias y propuestas de ampliaciones laborales.

Aquel motivo de la revolución, basado en siete mandamientos capitales, se iría desdibujando y perdiendo sus matices con el correr del tiempo.

Bastante habría de colaborar para que se destiñera la causa revolucionaria, la corrupción en que iban cayendo algunos animales como las palomas y las ovejas. Quién lo diría, pues ellas gozan, a partir de la lectura bíblica, de la simpatía general. ¿Qué se había hecho de sus dones casi místicos? No lo sé...

Las cosas adquieren un cariz inesperado cuando aquello por lo que se había iniciado la manifestación de rechazo contra los humanos toma rumbos distintos bajo la presión de argumentaciones ambiguas y luego severas. Los siete mandamientos se adelgazan y finalmente desaparecen. Se prohíbe ya entonar la hermosa, la unificadora, la dulce canción “Bestias de Inglaterra”.

La granja prospera, ciertamente, pero las ganancias de la misma son para Napoleón, el iniciador de la revolución, y sus perros. Es moneda corriente que algunos gobernantes y sus amigos, y numerosos parientes que los rodean casi servilmente, lleven poderosa y ostentosa vida.

En la granja todo es suprimido.
Todo.
Y todo es todo.
Lo que se inició, con fines de cooperativa, de reversión de la pobreza, se convierte en letra muerta.

Y lo que es aún peor, faltando al compromiso de lealtad para con sus camaradas, Napoleón, el enemigo del hombre según sus iniciales discursos, se alía descaradamente con el señor Pilkington, un granjero de la zona.

¿Son duraderos y creíbles los abrazos y las alianzas, que intercambian algunos políticos en público? ¿Aplaude, de manera casi eufórica, elector corriente, al escuchar las promesas de los prometedores?

Los hipócritas Napoleón y Pilkington habrían de enfrentarse violentamente, sin embargo, al ser descubiertos los oscuros intereses que los movían el uno contra el otro. Es la historia de siempre... Matemática pura, se diría...

Así termina el libro, apreciado lector, por esta fábula ya advertido en torno a las manipulaciones: “Doce voces gritaban enfurecidas, y eran todas iguales. No había duda de la transformación ocurrida en las caras de los cerdos. Los animales, asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre, y del hombre al cerdo; y nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro”.

25 de Septiembre de 2011

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