En estos días de furias y mal tiempo, mientras los sojeros argentinos retienen el grano esperando que el peso se devalúe, el Gobierno no se decide a refundar la Junta Nacional de Granos y en Nueva York es inminente el rechazo de la oferta a los fondos buitre –todo ello para alegría de Clarín y La Nación–, son muy pocos los compatriotas que se preocupan por el traslado de la estatua de Cristóbal Colón a Mar del Plata.
Lo que resulta un disparate doble: por un lado que se quiera quitar al navegante genovés que en 1492 inauguró nuestra historia moderna y nos trajo la lengua que hablamos –además de horrores y atropellos, desde ya, que la Historia viene juzgando– del hermoso emplazamiento donde está desde hace un siglo.
Y, por el otro, que el asunto no le importa a casi nadie, a pesar de que el magnífico monumento está donde está por donación de la colectividad italiana, la que más inmigrantes aportó a nuestra ciudadanía y de la cual desciende la mayoría de los argentinos de origen europeo.
Conviene recordar que fue esa colectividad la que encargó la realización de la obra al escultor Arnaldo Zocchi (1862-1940), no por cualquier motivo, sino en ocasión de la conmemoración del Centenario de la Revolución de Mayo.
Y para despejar aún más la ignorancia que parece haber ganado a quienes tomaron la desdichada decisión del traslado, hay que decir que la donación fue aceptada por el Congreso de la Nación mediante la Ley Nº 5105 del 26 de agosto de 1907. Si bien el monumento fue inaugurado recién en junio de 1921 –el retraso se debió a la Primera Guerra Mundial, pero también a ciertas ya entonces desarrolladas taras nacionales–, el espacio verde que lo rodea a espaldas de la Casa Rosada fue proyectado y construido como parte del Paseo de Julio por el célebre arquitecto y paisajista francés Carlos Thays (1849-1934). Con el nombre de Plaza Colón, fue inaugurada en 1904, en 1911 se construyeron las terrazas y escalinatas que derivaban hacia el río y en 1921 se terminó el arreglo de jardinería, justo para la apertura al público.
Según informaciones que recibo de una organización civil ejemplar llamada ¡Salvemos las estatuas!, el monumento consta de 623 toneladas de bloques de mármol de Carrara y la estatua de Colón fue colocada sobre una base de más de 20 metros de altura. “La complejidad del monumento –aseguran– hace que los expertos preservacionistas consideren riesgosísimo el traslado del monumento, mucho menos a una ciudad balnearia como Mar del Plata, exponiéndolo al ambiente marino altamente agresivo para los materiales de construcción, incluido el mármol.”
Como sea, y más allá de si el desatino de trasladarlo fue decisión del gobierno nacional o del municipal, la remoción no es sino una muestra más del errado, estúpido concepto argentino del verbo “gobernar”, entendido como “el que gana hace lo que quiere con la cosa pública”, en lugar de “el que gana la cuida y administra temporariamente”.
Hace un siglo la comunidad italiana en nuestro país donó, además, y como parte del conjunto monumental, una cripta ubicada bajo la estatua, en cuyo interior se guardan objetos donados a la Argentina, como un cofre con un ladrillo de la casa natal genovesa de Colón y un bloque de mármol romano labrado, extraído del monte Palatino.
Según consta en el Archivo de Monumentos y Obras de Arte del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el monumento es propiedad de la Capital de la República, pero no por eso nos es ajeno a los 40 millones de habitantes de este país. La mayoría de los cuales, no lo dudo, suele estar en desacuerdo con este tipo de mudanzas de la Historia que nos es común. Y en esta opinión no tiene nada que ver el justificado homenaje a Juana Azurduy, que también merece que se emplace el monumento donado por el gobierno de la hermana República de Bolivia, pero en otro lugar. Me disculparán los lectores porteños, pero no puedo ver en este desatino otra cosa que lo que en 23 provincias argentinas se suele llamar “otra porteñada”. Porque hay casi tres millones de kilómetros cuadrados de territorio nacional donde colocar a la heroica generala. Y si debe ser en Buenos Aires, sobran espacios públicos.
Y lo que también fastidia de esto, finalmente, es esa otra, igualmente necia manía argentina de cambiar no sólo emplazamientos sino incluso los nombres de calles y avenidas. Como si la Historia se pudiera mutar, o imponer, a gusto de coyunturales gobernantes, legisladores, concejales o jefes de Gobierno. Que nunca alcanzan a ver que por este camino sus imposiciones serán también cambiadas, en décadas venideras, por otros, igualmente autoritarios administradores civiles. No es así como se afianza una identidad nacional.
Enviado por Paco desde Madrid.
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