Los partidos políticos que tuvieron su origen en el deseo de transformar intereses personales en asuntos de política pública necesitan, como los ejércitos, un conductor.
Que el jefe sea competente, patriota y responsable o ignorante, egoísta e irresponsable depende de las circunstancias y de la gente que los elige. En el segundo caso, el líder no es otro que ese producto notorio y ominoso de nuestro sistema de política verdadero desbaratador de la sociedad, a quien ningún principio refrena ni ninguna convicción estorba, por cuanto carece de principios y de convicciones, popularmente conocido como caudillo, quien con el disfraz seductor de la democracia, ha vuelto a la oligarquía más brutal y acaparadora amedrentando a los débiles, infundiendo pavor en los tímidos, sobornando a los ambiciosos y comprando sin ambages al protagonista porfiado que arteramente recurre a ese modo para hacerse útil.
El cacique o caudillo nunca guía o dirige: arrea.
El verdadero conductor político estudia sólo el bien público y busca el éxito de su partido solo como medio de promover los intereses comunes; atrae a los mejores, más hábiles y más cuerdos de su partido; da aliento al talento y la capacidad, reprimiendo la ignorancia presumida y el egoísmo; confía en su poder de convencer al pueblo con razones justas; sin más que su esfuerzo intelectual y prestigio capta la buena voluntad y el apoyo de sus conciudadanos, acrecentando en ellos actitudes y aptitudes de diálogo, concertación, razonabilidad, previsibilidad y compromiso, sobre la base de un proyecto común compartido.
El caudillo, por el contrario, está bajo el horizonte de donde el bien público puede discernirse. El buen éxito del partido es su fin supremo, y el buen éxito del partido consiste para él en su propia supremacía. Se rodea de secuaces apocados y obedientes cuya conciencia está paralizada por la ambición y el deseo de lucro. Su esperanza de triunfar se cifra en la eficacia de su mecanismo político (aparato), en el gasto pródigo de dinero y en promesas de cargos públicos que hace. Sus argumentos son ya la exhortación, ya la amenaza. Si triunfa, su primer cuidado será el engrandecimiento y enriquecimiento de sí mismo y el de su familia y, de ser ello posible, de sus principales seguidores. Si por el contrario sale vencido, se pondrá inmediatamente en comunicación secreta con su antagonista triunfante, pidiendo una participación en los despojos del poder para mantenerse él y los suyos hasta la próxima contienda electoral.
Innecesario es decir que debemos suprimir a este azaroso personaje de la actividad política y reemplazarlo por el estadista.
Para hacer esto posible, lo primero que hay que hacer es descartar a los profesionales del voto o caudillos en las próximas elecciones. En segundo lugar, restringir los métodos de los negocios a los negocios, y la política a fines propiamente políticos.
No puede haber trinchera ni refugio de defensa en las que las armas de la democracia y las de la responsabilidad ciudadana no los sigan o no los encuentren. Estemos políticamente alertas.
Ante las próximas elecciones, dos cosas debe tener presente el electorado: lo que es posible y lo que conviene. Perder de vista lo posible, cuando se busca lo que conviene, es estorbar el buen éxito, pero echar mano de lo posible, sin pensar en lo que conviene, es caer en el hábito del oportunismo y de las componendas, lo cual acaba siempre por subordinar los principios al interés.
Un abrazo patrio en azul y blanco,
Hugo César Renés
(candidato a nada)
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