por Rodolfo Terragno
en RazonEs de Ser
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La palabra deriva de “molde”. Se refiere a lo que puede ser reproducido y es deseable que se reproduzca. La Real Academia quiere, en efecto, que el sustantivo se aplique sólo a algo “ejemplar”, que “por su perfección se debe seguir o copiar”.
Sobrevaluar la moneda para frenar la inflación (que en eso consistió la convertibilidad) y hacer plata vendiendo monopolios estatales (que en eso consistió la privatización) fueron recursos que permitieron, en los 90, gozar de una engañosa prosperidad . Luego de algunos años de estabilidad y bonanza, el ex presidente Carlos Menem creyó que su gobierno, en vez de proveer riquezas perecederas, estaba transformando el país.
Fue él quien introdujo la palabra “modelo” en la jerga política argentina y, en un acto de ilusionismo , hizo ver que el país ingresaba al “primer mundo”.
Contó para eso con algunos ayudantes de envergadura. En 1998 entró del brazo del demócrata Bill Clinton a la asamblea conjunta del Banco Mundial, que oyó primero al norteamericano y después a Menem. El diario Página 12 dijo al día siguiente: “El Presidente pudo florearse exhibiendo el éxito del modelo argentino”.
Hoy también se habla de “modelo”.
La soja trajo un alud de dólares que permitió aumentar el gasto público y expandir el consumo sin crear -por un tiempo- inflación.
La Argentina creció a tasas impensadas y, otra vez, creyó haber descubierto un modo de multiplicar los panes.
La poderosa Europa -afectada ahora por una de las periódicas crisis financieras del capitalismo- fue invitada, por altos dignatarios argentinos, a seguir nuestros pasos.
Convendría atenuar nuestro orgullo.
Que la soja esté por las nubes es una bendición. Que el trigo y el maíz la secunden es una suerte. Sin embargo, no se puede vivir indefinidamente de materias primas y productos de relativo valor agregado, como las manufacturas de origen agropecuario.
La sojacracia no es para siempre.
Parte de la renta provista por la leguminosa y los cereales debería financiar la ampliación de nuestra estructura productiva.
La Argentina será un país desarrollado cuando produzca y exporte bienes de capital y tecnológicos a gran escala.
Para llegar a eso, hay que poner la vista en el largo plazo, designar prioridades, fijar metas, establecer cronogramas y sostener los esfuerzos necesarios .
Exige, en otras palabras, planificación y cumplimiento. Semejante estrategia no se puede comprar “llave en mano”, como nosotros pretendemos vender nuestro “modelo”.
Hay, sí, aspectos de exitosas experiencias internacionales que pueden ser adaptados y aplicados a los objetivos que debemos proponernos: diversificar la producción y crecer a alta velocidad, reduciendo al mismo tiempo la brecha entre ricos y pobres . No obstante, las posibilidades y limitaciones que tiene un país son distintas a las de cualquier otro. Un plan de desarrollo debe resolver, aquí y ahora, tres dilemas a los que nadie parece prestar atención: 1. ¿Cómo aumentar la productividad sin crear desempleo? 2. ¿Cómo tener un tipo de cambio competitivo sin provocar más inflación? 3. ¿Cómo redistribuir el ingreso sin desalentar la inversión? Sin elevar la productividad, tener una moneda competitiva y reducir la injusticia, la Argentina no podrá desarrollar su capacidad productiva ni mejorar las condiciones de vida de su población.
Entrará, así, en una crisis social indeseable.
La mayor productividad, clave del desarrollo, no es otra cosa que fabricar más unidades de un producto, en menos tiempo y con menores recursos humanos. Esto es, destruir numerosos puestos de trabajo. El reemplazo por un nuevo tipo de empleos es lento y no puede absorber, de inmediato, una masa de desocupados. Es imposible hacer esto sin una malla de contención que acoja a las víctimas.
La productividad, a la vez, no se traduce en competitividad si el peso está sobrevaluado.
Pero la corrección cambiaria no puede hacerse sin gran pericia para evitar el overshooting: un alza de los precios internos que se come los beneficios del nuevo tipo de cambio.
Contrapesar todos los efectos secundarios y asegurar un vasto apoyo social a las reformas es una tarea delicada. Hay que hacerla mediante una redistribución del ingreso que no viole derechos ni haga sospechar que la legislación argentina es inestable y caprichosa . No habrá, sin eso, inversión masiva: el combustible imprescindible para impulsar el crecimiento a altas tasas.
Todo esto es lo que deberían estar discutiendo oficialistas y opositores . Es un pecado capital que, en estas circunstancias, nos distraigamos comentando zancadillas políticas y ambiciones personales. Nuestros dilemas tienen solución, pero no la encontraremos sin políticas de Estado sustentadas en un amplio consenso político, un plan bien construido y perseverancia.
Faltan 1.247 días para el cambio de gobierno. Hay que aprovecharlos para llegar a un acuerdo sobre todo aquello que -por ser un objetivo común- debe quedar fuera de la competencia política.
No será fácil. Estamos, ya, a las puertas de otra campaña proselitista. De las urnas surgirán, el año próximo, nuevos legisladores. Pero lo que importa no es eso. Los comicios serán la antesala de la elección presidencial de 2015. El Gobierno querrá acreditar, dos años antes, que tiene con qué buscar la continuidad; y sus adversarios competirán entre sí procurando demostrar, cada uno de ellos, que posee la alternativa. Unos y otros deberían imaginar lo penoso que sería gobernar, en el próximo período, sin haber resuelto conjuntamente los problemas que tenemos y los que podemos tener en el futuro previsible.
No hay que ahorrar esfuerzos para conseguir lo que hace falta: consenso sobre políticas de Estado, una estrategia de desarrollo y mayor justicia social.
Si logramos todo eso, podremos decir, con mayor propiedad, que tenemos un modelo.
Por ahora, no tenemos ninguno.
Dirigente UCR
Cortesía del autor
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