El de Santoro, su mundo íntimo, es también asombroso. Qué es, si no, el desfile inagotable de colecciones que habitan su casa-taller de Congreso. Cascarudos y arañas que dan vértigo. Los estantes son imanes donde uno descubre desde pulpos hasta exóticas serpientes. Junto a las aves embalsamadas, se alza un gran mono aullador. Santoro jura que él no lo cazó. Y desata una de sus generosas carcajadas, muy suyas. Es agudo, ocurrente. Es un hombre cálido.
Después de hojear Justa, libre y soberana, Biblia gráfica del primer peronismo (integra su archivo de época), y ver uno de sus primeros manuales (Santoro es un dibujante virtuoso), nos sumergimos en su ciudad peronista. El artista propone verla al atardecer. Prende la luz correspondiente. Y voilà: una impensada construcción, con combo de ferrocarril incluido. Difícil estimar el tiempo que llevó ese trabajo monumental, de detalle obsesivo. Me muestra al fiancé de Barbie, ahora un Ken descamisado que custodia la retro utópica polis. Se escucha la poderosa carcajada.
Si Osvaldo Lamborghini en El niño proletario tensa el lenguaje al límite de lo decible y de lo imaginable, Santoro en sus obras opera en el límite inestable entre nostalgia y tragedia. Los chicos devienen personajes centrales: en Santoro, niña-madre con destino fatal o lucha de clases como disputa de colegiales, cuchillo en mano; en Lamborghini, deja sin aliento. Imposible olvidar el éxtasis que provoca en los escolares la violación y agonía de Estropeado, para mí siempre un niño peronista.
La muestra incluye "Malón y concepto espacial", punto de arranque del relato santoriano. Un trompe-l'oeil del tajo de Fontana cruza la escena, ahora, ante el malón grasita detenido. Protoperonistas, para el artista. La cruz como estandarte del saqueo de "El Malón" de Della Valle evoca, dirá el artista, los robos e incendios en iglesias en 1955. No es todo: dirá también que el cuadro roquista es la primera gran denuncia de inseguridad del conurbano: "La que pide seguridad es la cultura: está diciendo somos europeos, no podemos vivir como salvajes". El peronismo, señala, siempre encarna esa negritud, esa mugre latinoamericana, como dice Kush.
Seguimos con su singular aluvión zoológico: su Eva - esfinge y "Victoria Cautiva" (Ocampo, claro) raptada por el centauro justicialista. Está también su deslumbrante "Civilización y barbarie", dicotomía que para el artista habita al interior del peronismo. "Lo interesante del relato peronista –dice– es que, como la tragedia griega, no es moral. Tolera luces y sombras: desde la santidad de Eva hasta López Rega, Osinde y toda la oscuridad de la represión". Dirá también que "el peronismo trasciende lo político: tiene que ver con nuestra estructura identitaria". Ligadas a la doctrina justicialista, inspirada en la propaganda política, o habitadas por la mirada crítica, sus obras recorren apogeo y crisis del peronismo. Los símbolos se suceden: guardapolvo blanco almidonado ("exoesqueleto protector"), edificio de la CGT, Fundación Eva Perón, heladera Siam, "La razón de mi vida", Estado protector. Luto obligatorio. Difunta sagrada. Bombardeo en Plaza de Mayo. Eva es desde santa omnipresente –milagrera, protectora– hasta dominatrix, botas y látigo en mano, que somete a un Che Guevara entregado. En el inquietante "La Piedad", Eva engulle las vísceras del Che transformadas en rosario. Como en la espantosa escena del cuento de Lamborghini, hay un ritual de hermanación. Santoro aleja la idea de antropofagia política: "El peronismo y la izquierda en un ritual de comunión", dice. ¿Nacimiento de Evita montonera?
Su descamisado gigante es la encarnación humanoide de aquel monumento de más de cien metros de altura que el gobierno peronista proyectaba plantar en Barrio Parque. Casi un oprobio. A partir de 1955, el descamisado deviene gigantón que recorre la city y el campo masticando tragedia en soledad. Un King Kong del conurbano bonaerense sin un pelo de gorila que cuida edificios símbolo del peronismo, espía a Victoria Ocampo y Rabindranath Tagore y arrasa con sembradíos de soja transgénica. En pleno bombardeo de Plaza de Mayo, se aferra desesperado al Cavanagh como el King Kong del filme al Empire State.
La oscuridad del golpe irrumpe con "Invierno en la República de los niños", "La tempestad en Chapadmalal" e "Invierno de 1955". Obras inolvidables. Además, se exhiben sus libros de artista con ideogramas chinos, que, como sus manuales del niño edípico y los del niño peronista, son joyas.
Sin duda, una de las series más teatrales es la de la madre-niña de Juanito Laguna. Deslumbrante fábula con mensajes doctrinarios al estilo de los libros de lectura escolar. Cándida y dolorosa, la saga escapa a la secuencia cronológica: muerte y vida se alternan en un sino inevitable. No hay hada buena que pueda salvarla. Después de ver las pinturas, recuerdo las críticas que Santoro disparó contra Berni.
Le pregunto por qué cree que debió meterse con el peronismo. "Por sus inquietudes, tendría que haber chocado mil veces con el peronismo. Cuando buscaba materiales para sus montajes en el conurbano bonaerense, no había una sola chapa que no tuviera la PV de la resistencia peronista. Sin embargo, ningún cuadro suyo la tiene: le habría contaminado la obra e, incluso, habría tenido problemas con el PC. El quiso recortar por ahí, pero podría no haberlo hecho y su obra se habría enriquecido. De todas maneras, creo que es el pintor más importante de la Argentina".
No falta la réplica del Pulqui, el avión caza promocionado por el gobierno peronista como uno de los grandes logros tecnológicos. Y se proyecta Pulqui, un instante en la patria de la felicidad, documental de Mouján que pone el foco en el avión del artista.
La de Santoro es una obra con sello inconfundible. Con sus cautivantes guiños a la historia del arte, bucea en el imaginario del peronismo creando un universo cándido, nostálgico y, al tiempo, irónico y de humor ácido –en ocasiones hasta es posible intuir su poderosa carcajada. Allí donde la política deviene ficcional, hay celebración, sí, pero también tragedia. En esa frontera ambigua, el relato santoriano sigue interpelando.
Por: Marina Oybin
Fuente: Revista Ñ
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