La barbarie
SE INCENDIARON LOS ESPÍRITUS
Por Eduardo Juan Salleras, 29 de octubre de 2013.-
Se autoriza su publicación solamente en forma completa y nombrando la fuente.
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El domingo fuimos con mi mujer a votar bien temprano, nos quedaba por delante una jornada dominical muy ardua de trabajo.
Cuando llegamos al colegio primario del convento franciscano, tradicional lugar de sufragio, nos llamó la atención encontrarlo cerrado… ¡qué raro! Y seguimos hasta la Escuela Agro-técnica, donde recién comenzaban algunos movimientos desordenados en el intento de iniciar el proceso electoral.
Nos paramos en la vereda cuando se acerco alguien y me dijo: “¿se enteró? – puse cara de no saber nada y continuó – prendieron fuego el colegio de los curas y la casa de los Cazentini.
- Y ¿por qué?
- Por política.
Es difícil aceptar que en un pueblo en el que votan 230 personas, yendo uno contra uno, puedan ocurrir semejantes cosas.
Pero ya hubo antecedentes al respecto en otro tiempo, los que sufrí en carne propia.
¿Por qué pasan estas cosas? Porque nunca pasa nada.
Lo raro de esto – si es político - es que hayan tomado como símbolo el colegio de los curas.
Descartado el accidente y comprobado por los peritos el atentado, no queda otra cosa que descubrir quién fue, por qué lo hizo y que reciba el castigo que la ley tenga preparado para ello, probablemente una palmadita en la cola y a casa.
Sin embargo podemos estar ante una asociación ilícita organizada de manera terrorista para amedrentar a los ciudadanos, crear temor y a partir de ello imponerse. ¿Y por qué no?
Esto ocurre en distintos lugares de nuestro país, contra aborígenes y otros, contra el que sea, para que aprendan quién manda. Y después nos quejamos de la represión militar.
¿Cuántos desaparecidos hubo en los últimos tiempos de democracia? Niños… niñas y jóvenes adolescentes víctimas de la trata de blancas… O Julio López, María Cash, etc. Y a sus familias lo único que les espera es el muro de los lamentos, porque es como reclamarle a la pared, a pesar de los amagos, de las imposturas, nunca pasa nada, y es por eso que pasó esto.
Ahora sí, para comenzar a vivir, de una vez por todas, una vida republicana normal, abandonada en esta década nefasta para las instituciones, debe caer hasta el último cómplice. Porque la sociedad debe saber quién atentó contra su comunidad, quién quemó las aulas, quién incendió su educación, quién incineró los cuadernos de sus hijos, nietos o sobrinos, o tan sólo, los útiles de aquel chico que vemos pasar de delantal blanco, con su mochila, de lunes a viernes, hacia la escuela.
Imagínense, los infantes de guardapolvo a cuadritos, con la bolsita en sus manos del mismo color, revoleándola, jugando con ella… sin tener hoy adonde ir. Porque el daño más importante ocurrió en el Jardín de Infantes, ahí no quedó nada.
El colegio Franciscano es un monumento histórico, con más de un siglo de existencia. Fue fundado, como todo el pueblo, por Mercedes Castellanos de Anchorena, hija de aquel precursor de las colonias en la provincia de Santa Fe: Aarón Castellanos. Trajo los materiales desde Francia para su construcción, al igual que la iglesia, el otro convento, la otra iglesia, la casa del médico y la comisaría… ella sí es prócer.
En esas aulas no solamente se quemaron los pisos, las paredes, los techos y demás, sino los espíritus de todos aquellos que se educaron durante 100 años, muchos de ellos habrán visto desde el cielo, la barbarie.
Aquellos que no lo saben, educarse en Aarón Castellanos, era y es un honor, una tarjeta de crédito para la vida. Personalmente lo comprobé hablando con gente mayor que me decía orgullosa: “yo me eduqué en el colegio de los curas de Castellanos”, como una garantía de formación.
Mi pueblo siempre estuvo estrechamente ligado a la enseñanza, es un ambiente natural propicio para que los niños y jóvenes se sientan bien y se eduquen, por ello funcionó durante todo este tiempo, con pupilos incluido, hasta hace un año el primario, que se cerró , quedando solamente el de la Agro-técnica. Agredir a las escuelas es agredir a la comunidad entera y a la historia de nuestra vida.
Recuerdo aquellas cenas y guitarreadas en el comedor del convento, con el Padre Martínez, con Rossini tocando el acordeón y el hermanito Palacios - aquel fraile enviado para cerrar el colegio y que gracias a él quedó abierto hasta hoy – en un gorjeo un tanto agudo, entonaba: “En un rincón del alma donde las ansias mueren… “. Todos emponchados porque en invierno hacía mucho frio y los franciscanos ni para calefacción gastaban. Ni hablar la sopa, que viajaba desde la cocina a la mesa la suficiente distancia para que llegue helada, haciéndose bastante difícil tragarla.
Después en los tiempos del Padre Francisco – aun seguía el hermanito Palacios – cuando la iglesia se llenaba de gente que venía a verlo de todos los puntos del país, en procura de aprovechar su Don, la sanación. Festejábamos su cumpleaños, lleno de gente; eso sí, Navidad y Año Nuevo en mi casa. También las visitas estelares del Padre “Puchi”, quien tenía otro Don, el de la palabra. Sus sermones eran verdaderas enseñanzas de vida, los que decía caminando por el pasillo de la iglesia a modo máximas. Y todos aquellos otros visitantes, curas y frailes, que venían a disfrutar del lugar.
¿Qué pensaran ellos de lo ocurrido?
Insisto, habiéndose descartado el accidente, la comunidad de Aarón Castellanos necesita saber, a ciencia cierta, quién o quiénes son los culpables. No por venganza, sino por justicia y para que de una vez por todas, no vuelva a ocurrir.
Si bien el país está envuelto en la violencia, que recoge la sociedad de todo aquello que se derrama desde arriba; si bien la televisión – que llega como a todos lados, a mi pueblo – contiene más violencia que recreación y educación; si bien estos hechos anteriormente ocurrieron sin ninguna respuesta; en Aarón Castellanos no deben ocurrir nunca más incidentes como este y somos nosotros los que debemos decir basta.
En esas aulas se quemaron muchos espíritus, las almas y los recuerdos de todos aquellos que pasaron por ahí y de los alumnos que hoy no pueden asistir a clases. Como también el apostolado de aquellas y estas maestras y frailes que con una devoción franciscana acudieron y acuden a la más noble acción, la de elevar el ser humano común, a la categoría de ciudadano instruido.
Entre ese humo seguramente caminó, horrorizado, asfixiado de tanta bestialidad, el maestro Alberti “alias vizcacha”, quien pasó su vida dentro de ese colegio y tan bien recordada la misma.
Ahora, cabe una sola cosa, su reconstrucción inmediata, urgente, si bien hay otras formas de continuar el ciclo lectivo, es una obligación del Estado – el que no sabe controlar estos desbandes, ni por seguridad, ni por justicia, ni por política - el que debe devolverle al pueblo su historia y su orgullo.
Estamos hartos de esos subversivos que se esconden en el anonimato para imponer la irracionalidad y la sinrazón. Tremendos cobardes, incapaces de mirar a los ojos lo justo. Pero, de esos siempre hay, algún desequilibrado nunca falta, lo irreverente, lo inaceptable, lo provocativo es que los ampare el sistema, los aplaudan sus camaradas y amigos o los custodie el Estado desde la política, la seguridad o la justicia.
Porque de eso se trata: estas cosas pasan porque nunca pasa nada… pero esta vez, nos incendiaron el alma.
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