El Estado precisa de medios económicos para su normal funcionamiento. Para ello apela a los mecanismos habituales, aunque a partir de esas líneas básicas de acción, da nacimiento a algunas variantes muy similares.
Los impuestos han sido el medio más rutinario, ya que le permite al Estado apropiarse una parte importante del fruto del esfuerzo de los ciudadanos que componen una comunidad, en una suerte de saqueo legalizado.
Una forma alternativa, no menos significativa, ha llegado gracias a la cuestionable potestad de emitir moneda artificialmente, abusando de un monopolio que los circunstanciales administradores de la cosa pública han construido, y luego perpetuado, con absoluta premeditación, disponiendo entonces, a su servicio, de un manantial casi inagotable.
Una tercera chance aparece también con bastante frecuencia. Está ligada con la atribución de los gobiernos de endeudarse, obteniendo acceso a dinero en el presente, para gastarlos a mansalva ahora, a cambio de reponerlos en su totalidad en el futuro con un adicional de intereses.
No existe fuente de financiamiento estatal que despliegue bondades. Todas ellas son perjudiciales y lastiman con potencia a las libertades individuales, impactando sobre la actividad económica, alterando el sistema de precios, dañando todo a su paso, de un modo, a veces, casi imperceptible.
Pero tal vez la más patética de esas herramientas es la que le permite endeudarse al Estado. Es que la "fiesta", ese momento en el que se aplica el dinero, la disfruta una sola generación, pero son habitualmente los que vienen los que terminarán pagando ese jolgorio. Nada más ruin que gastar ahora, para que los hijos sean los que abonen los excesos de sus padres.
Algún piadoso analista dirá que cuando esa deuda se asigna para obras de infraestructura que permanecerán en el tiempo, se configuraría cierta clase de atenuante. Es materia opinable. Lo concreto es que los que pagarán, tendrán que hacerse cargo de una deuda sobre la que no han podido opinar.
Es trascendente entender que el tema de fondo es realmente otro bien diferente, que tiene que ver con el volumen y eficacia del gasto estatal, lo que supera largamente la retorcida discusión acerca de cómo efectivamente se cumplen con esos compromisos ya asumidos previamente por el Estado.
Claro que cuando las erogaciones son infinitas, la búsqueda de recursos también recorre el mismo tortuoso camino, y entonces las decisiones inadecuadas se multiplican y muestran la peor cara del sistema. Un Estado austero no tendría esta dimensión de problemas y resolvería la cuestión de un modo mucho más simple, con consensos y sin grandes complicaciones.
En tiempos de inflación, esa que se origina en un fenómeno estrictamente monetario, sin el cual sería imposible su gestación, existe una tentación casi serial por operar sobre sus efectos y no sobre sus indisimulables causas.
Los más ingenuos e ignorantes creen aún en la existencia decisiva de los formadores de precios. Los más heterodoxos recitan aquello del diálogo social con los protagonistas y apuestan todo a la utilización de sus mágicos rudimentos que permiten, invariablemente, amedrentar al mercado.
Lo cierto es que con un gasto estatal obsceno, absolutamente nada alcanza y la emisión resulta finalmente imprescindible para cubrir los dislates de los gobernantes de turno. La solución de fondo pasa por reducir el gasto de los gobiernos acomodándolo a sus demostrables urgencias. Y sobre todo, el tema pasa por comprender la naturaleza de la existencia del Estado, sus fines últimos y las razones de su aparición en la civilización contemporánea.
Lamentablemente, algunos países, demasiados tal vez, vienen recurriendo a un ardid tan inmoral como cruel. Es que una vez que se ha superado la barrera de la voracidad fiscal, cuando ya no cabe posibilidad alguna de seguir incrementando impuestos, los gobiernos deben resolver el dilema.
O disminuyen el gasto estatal, cosa que jamás hacen con convicción, o buscan otras opciones para solventar sus aventuras políticas personales. Cuando nadie les presta porque han dejado de ser serios, saben que la emisión monetaria está siempre disponible, pero frente al primer resquicio que se abre para solicitar empréstitos, no dejan pasar esa ocasión.
El camino adecuado para resolver el problema central es abordar el indecente tamaño del gasto estatal. De lo contrario, la discusión eterna girará alrededor de decidir cuáles serán las próximas víctimas a saquear.
El razonamiento tradicional de los gobernantes consiste en evaluar si esquilmarán a los que producen y consumen vía impuestos, a los ciudadanos en general, pero en especial a los más pobres, si optan por emitir moneda artificial generando inflación, o apelan al endeudamiento hipotecando el futuro de los que jamás decidieron pagar la fiesta ajena.
En estos días se empieza a percibir un giro evidente. La idea no es bajar el gasto, sino en todo caso, cambiar la fuente de financiamiento. Siendo que los impuestos no pueden aumentarse, pues parece el tiempo de aprovechar los vientos externos favorables y un mercado de capitales generoso, para reducir la emisión monetaria y reemplazarla por el eterno endeudamiento.
Definitivamente, no es la solución. Solo se trata de otro parche más, inclusive mucho más perverso que el vigente, porque intenta disimular los incómodos efectos de corto plazo del aumento de precios y suplirlo por este artilugio camuflado, que solo se notará cuando llegue la cuenta y haya que pagarla. Si no se comprende cabalmente como funciona este mecanismo, pues se seguirá por la senda del imprudente recurso del endeudamiento.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
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