Cierto exitismo endémico suele aparecer de modo desbordante en tiempos electorales. La falsa sensación de certeza de que la gente está dispuesta a dar vuelta la página se instala como si fuera una verdad indiscutible y entonces empieza un festejo anticipado que no corresponde y resulta letal.
Los que sostienen esa visión, sobre todo los que lo hacen amparados en los resultados circunstanciales que muestran las encuestas y en lecturas lineales ausentes de sensatez, se equivocan y solo evaden la realidad.
Los muestreos de opinión pueden ser absolutamente verdaderos, técnicamente correctos y ajustarse a las respuestas genuinas de los consultados. Pero un proceso electoral es mucho más complejo que eso.
Son muchos los aspectos altamente relevantes que finalmente influyen en el desenlace y que no pueden ser minuciosamente calculados por los sondeos. No porque no estén realizados de un modo profesional, sino porque esos factores aterrizan en momentos muy próximos al acto electoral y es difícil medirlos adecuadamente con tanta antelación.
El oficialismo, el partido del "gobierno", siempre corre con demasiada ventaja. No pueden, ni deben, tomarse los números que se muestran en los pronósticos preliminares como definitivos, porque existirán importantes diferencias con los que aparecerán luego cuando se cuenten los votos.
El candidato ungido por el poder, el "caballo del comisario", tiene siempre muchas más herramientas que el resto de los postulantes, para obtener más de lo que indican las suposiciones y conjeturas previas.
Es que en las encuestas no se manifiesta, sin ir más lejos, el tan temido "aparato partidario". Se trata de ese conjunto de instrumentos propios de la logística del poder, que incluye el abrumador despliegue de dinero que fluye a la hora de sumar votos no puede ser ignorado en el análisis. Se contratan vehículos para transportar electores, se dispone de combustible para esa tarea, se otorgan dádivas a cambio de votos, se convoca a numerosas personas para ese indigno trabajo de asegurar apoyos en el sentido deseado sin respetar las reales convicciones de la gente.
Es escandaloso como se despilfarran los aportes de los contribuyentes, y se ponen al servicio del triunfo del candidato oficial, sin ningún disimulo. La falta de transparencia en la administración del Estado, se convierte en un socio más del poder. Los que gobiernan cuentan con esa impunidad propia de las democracias menos maduras, en las que la sociedad no le reclama a los funcionarios que rindan cuentas acerca de cómo gastan en las campañas electorales la recaudación estatal que no les corresponde, ni tampoco le consultan sobre el origen de los fondos que utilizan para hacer proselitismo.
De hecho, los funcionarios del gobierno, los que conducen los destinos del Estado, lo hacen a cara descubierta, con bastante poco pudor, empleando todos los medios a su alcance como si se tratara de recursos propios, haciendo política burdamente en horarios que deberían dedicar a la gestión.
No les importa que las normas se lo impidan. El funcionario en cuestión, se servirá de su exposición pública, esa que se deriva de su labor permanente, para su misión y no dudará ni un instante en aplicar, aunque sea inmoral hacerlo, todo lo que esté a su alcance para lograr mayor adhesión social.
El oficialismo también se apoya sobre la inmensa cantidad de contratos, empleos directos e indirectos, intereses económicos de dispar jerarquía que dependen, en buena medida, de la continuidad en el poder. Si el oficialismo triunfa, varias corporaciones, muchos sectores, demasiada gente, seguirá gozando de los beneficios que disfruta hoy. Ellos se ocuparán personalmente de aportar su granito de arena a la victoria para que esos privilegios que gozan no se interrumpan de ningún modo.
Un capitulo nada irrelevante es el de las extorsiones. No se trata de una acción descarada, pero si muy eficiente. Los allegados al poder se dedicarán a explicar detenidamente que es lo que sucederá frente a una eventual derrota de ese espacio, y entonces pedirán un máximo esfuerzo para garantizar que todo siga igual. Ellos saben como amedrentar a quienes tienen temor y lo hacen con mucho talento, aunque con escasos escrúpulos.
Pero el arsenal del oficialismo cuenta con otras prerrogativas adicionales, como las que despliega con naturalidad recurriendo al más tradicional populismo demagógico. Es que en tiempos electorales los anuncios oficiales se concentrarán en incrementar favores, volcar recursos al mercado generando esa sensación de bienestar general, ese microclima que rodea a la fecha de los comicios para que el ciudadano común perciba que todo lo bueno se multiplica, y lo negativo es absolutamente insignificante.
El repertorio será creativo y enorme. Aumento de asignaciones, incremento de subsidios, obras comprometidas, programas para aumentar el consumo, dinero puesto en manos de los ciudadanos, aumento de la capacidad de compra y endeudamiento para diversos sectores de la sociedad.
Es por eso que menospreciar a los que gobiernan puede constituirse en un gran error. Subirse a las expectativas de cambio solo porque el gobernante de turno se deteriora por sus continuos desaciertos, es poco inteligente.
En el boxeo existe una creencia que se corrobora con bastante cotidianeidad. Para superar al campeón se lo debe noquear. No se le puede ganar por puntos al que ostenta el título. El retador debe vencerlo de forma clara e inequívoca, por un margen significativo y totalmente evidente.
Las experiencias recientes de la región muestran exactamente eso. Para destronar al gobernante en las urnas, a su partido y su eventual candidato, hace falta mucho más que una mínima distancia. Frente a la paridad de preferencias el que ejerce el poder siempre tiene una ventaja extra. Es por eso que no se puede festejar antes de tiempo y es importante no caer en la trampa de subestimar al oficialismo.
Alberto Medina Méndez
albertomedinamendez@gmail.com
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