LAS INCREÍBLES DESVENTURAS DE UN CADÁVER ILUSTRE
Una nota en: http://www.argentina-insolita.com.ar/relatos-y-frases/las_increibles_desventuras_de_un_cadaver_ilustre.htm
Arrojado al mar. Fondeado en aguas del Río de la Plata. Enterrado en la isla Martín García. Incinerado. Destruido con ácido. Vejado, mutilado, sometido a prácticas necrofílicas. Durante 16 años, el destino del cuerpo embalsamado de Eva Perón fue uno de los mayores misterios de la historia argentina, y el perfecto símbolo del carácter insólito de esa historia.
A partir de su desaparición, las versiones sobre la suerte de sus restos se multiplicaron tanto como el cuerpo mismo: hay quienes aseguran que los militares mandaron hacer tres copias de cera idénticas al cadáver, que fueron enviadas simultáneamente a otro cementerio italiano, a Bélgica y a Alemania Occidental, para despistar a los fanáticos y enemigos políticos que buscaban recuperarlo, cuando en realidad las copias en cera fueron realizadas por el Dr. Pedro Ara, famoso anatomista español, quien llevó a cabo el embalsamamiento del cadáver.
Este es el resumen, extractado de distintas obras de investigación, de lo que aconteció con el cuerpo de la mujer más importante de la historia argentina.
El cadáver embalsamado de Evita, muerta en julio de 1952, fue secuestrado de donde reposaba, en la sede de la CGT, a poco del golpe militar contra Perón por parte de la Revolución Libertadora en 1955. Los militares que derrocaron a Perón en 1955 mantuvieron oculto el cadáver de Eva Duarte hasta septiembre de 1971, y ese cadáver recorrió un periplo con peripecias que superan cualquier obra de ficción.
La tarea de embalsamar a Evita fue una de las más perfectas que se conozcan en el mundo, y fue encomendada al Dr. Pedro Ara, un médico español que había rechazado, en su momento, trabajar con el cadáver de Lenin, en Rusia.
Una fría tarde de octubre, Perón visitó al doctor Ara. Vio el cuerpo de quien fuera su mujer colgando del techo con los brazos en cruz, y estuvo a punto de desmayarse. No regresó hasta meses después, ocasión en que tampoco pudo —al parecer— tolerar la visión del cadáver. No volvió jamás.
Corría el mes de diciembre de 1952 cuando Ara descubrió que los baños químicos habían alterado sus graduaciones. El cuerpo estuvo a punto de descomponerse. Ara buscó desesperadamente la causa del desperfecto: un clip se había filtrado entre los cabellos de Evita y ese cuerpo extraño en el fondo de una cuba casi malogró el proceso. Cuando se cumplía un largo año de trabajo, el embalsamamiento entró en su etapa final: el cuerpo, deshidratado, fue impregnado con ésteres, para hacerlo retomar volumen. Quedó depositado en la CGT, transformado en una muñeca del tamaño de una niña de doce años, ya que tanto la enfermedad de Eva, antes de su muerte, como los baños posteriores, habían encogido todo el cuerpo. La policía interna de la Central Obrera la custodiaba.
Cuando se produjo el golpe militar, Perón no le dio indicaciones al Dr. Ara sobre el destino del cuerpo. Le mandó decir que ya lo llamaría; pero las circunstancias decidieron otra cosa. Perón se fue al exilio sin dar señales de vida al embalsamador de su mujer. Y ni desde el Paraguay o Panamá, sus primeros refugios, ni desde Madrid, donde vivió veinte años, le hizo llegar el menor mensaje. Pedro Ara se había quedado solo. Era el único responsable de Evita, cosa que distaba de parecerle mal.
Ara había logrado que el doctor Villada Achával, secretario general de la Presidencia y hombre de confianza del Gral. Eduardo Lonardi, presidente provisional luego de la caída de Perón, visitara su laboratorio el 4 de octubre de 1955, y cuenta que al inspeccionar su trabajo le dijo: “Es una obra de arte y muy lamentable el que forzosamente tenga que desaparecer”.
Los planes iniciales del Gral. Lonardi no se llevaron a acabo, porque el 13 de noviembre, apenas 55 días después de asumir la Presidencia del Gobierno Provisional, Lonardi era sustituirlo por el general Pedro Eugenio Aramburu.
Como era natural, fueron otros los hombres del nuevo gabinete y el entorno presidencial, en tanto la resolución oficial con respecto al destino de los restos de Eva Perón quedaba nuevamente diferida.
En las reuniones de gabinete, empero, la preocupación crecía. Un miembro de él, por ejemplo, expresó:
—No se puede seguir tolerando que este problema sea postergado indefinidamente. Es una bomba de tiempo y nadie parece advertirlo, ni tener en cuenta lo que puede ocurrir. ¿Acaso no hay hasta ejemplos históricos, como el de la venganza de los realistas ingleses que desenterraron y vejaron el cadáver de Cromwell? Y no se diga que cosas así no pueden ocurrir ahora ni entre nosotros... ¿O alguien podía suponer que un día veríamos quemar los templos más antiguos de Buenos Aires?
DESCREYENDO DE UN CADÁVER
El trabajo de Ara fue tan perfecto, que los propios militares desconfiaron, al ver el cuerpo, de que fuera un verdadero cadáver.
Los más variados uniformes se apiñaban ahora alrededor de la momia. El horror, la diversión y la incredulidad alternaban con el respeto religioso: por ardiente que fuera el odio de esos hombres, la mujer dormida daba una ilusión de santidad a la que muchos de ellos no podían sustraerse. Uno de los visitantes fue el capitán Francisco Manrique, alto jefe del Ejército. “Tenía el tamaño de una niña de doce años. Su piel parecía de cera, artificial. Sus labios estaban pintados de rojo. Si se la golpeaba con el nudillo sonaba a hueco. Ara, el embalsamador, no se separaba un minuto, como si se hubiera encariñado con eso”.
En las memorias del Dr. Ara, convertidas en un libro titulado ‘EL CASO EVA PERÓN’, se lee:
“Por suerte para mí, una nueva actitud surgió del ánimo de algunos de los vencedores:
-¿Y si lo que parece un cadáver fuera sólo un artificio, una hábil imitación para embaucar a las ingenuas masas peronistas?
-¿En qué situación quedaría el gobierno provisional si tras laboriosas gestiones políticas que podrían traerle repetidos disgustos resultare que lo había sufrido por una especie de pelele relleno de no sé qué?
La insinuación de posible fraude halló en seguida diligente eco. Es muy humano el regodearse con lo que pueda echar por tierra el prestigio de quien parece haber realizado algo fuera de lo común. Dejando rodar la sospecha, el “parece una estatua” pasaría a “debe ser una estatua” y, en seguida, “es una estatua”. Si a los pocos días de la muerte de Eva, mientras el pueblo desfilaba ante su cadáver, se ponía ya en duda su realidad corpórea y hasta se afirmaba que la imposibilidad de conservarlo había obligado a los doctores a sustituirlo por un artificio, ¿qué no se podría inventar al cabo de más de seis años de permanecer guardado en un laboratorio? ¿Qué entre los papeles encontrados al enemigo había un informe del profesor en el que afirma que en el cuerpo de Eva Perón no falta ningún órgano sano o enfermo que no hubiera sido extraído en vida por actos quirúrgicos? ¡Bah! Pudo haber sido redactado de acuerdo con Perón para no herir la sensibilidad de sus súbditos.
Era ya mucho cuento el que, casi indefectiblemente, todo nuevo visitante distinguido, militar o civil, comenzara extrañándose de que existiera:
-Oí decir que sólo se salvó la cabeza.
-Se afirma que antes de su fallecimiento ya se tenía preparada una cabeza artificial para exhibirla pegada al resto del cuerpo.
-Se dice que mientras fue expuesto en el Ministerio de Trabajo y Previsión y en el Congreso se puso negro, hubo que quemarlo y fue sustituido por una estatua, fiel reproducción.
-Nadie cree, doctor, que lo custodiado por usted en el segundo piso de la CGT sea natural - espetáronme sin más ni más dos jóvenes militares gorilas, que ante los hechos, rectificaron noblemente”.
¿Qué decretó, pues, el Gobierno provisional revolucionario, que tan mal me caía y que tan firmemente se indujo a reaccionar en contra?
Lo dispuesto en el acuerdo general de ministros, celebrado el día 18 de octubre de 1955 y reflejado en la resolución dictada por el ministro de Salud Pública, con fecha 19 del mismo mes, en síntesis fue (vid. Apéndice VII).
“Designar a los doctores Nerio Rojas, Julio César Lascano González y Osvcaldo Fustinoni para que, constituidos en Comisión, procedan a practicar el estudio médico legal del cuerpo embalsamado cuyo aspecto exterior es el que corresponde al de doña María Eva Duarte de Perón que se encuentra en el local de la Confederación General del Trabajo e informen al suscripto si se trata o no de un cadáver, debiendo, en caso afirmativo, proceder a su identificación”. “Facultar a dicha Comisión para que requiera, en la medida que lo estime del caso, la colaboración del doctor Pedro Ara”.
PLANIFICANDO EL SECUESTRO
Cuando los militares descubrieron el cuerpo embalsamado de Evita en la sede central de la CGT, esperando ser trasladado a un mausoleo, se dieron cuenta de que no podían dejarlo allí definitivamente, y como también necesitaban evitar que el público tuviera acceso a él, habiendo resuelto no destruirlo, decidieron hacerlo desaparecer, enterrándolo en un lugar secreto. Así la transformaron en la primera desaparecida (aunque se trataba de un cadáver).
El conflicto creado por la existencia de “eso” (como algunos militares lo nombraban) era el terror al mito. Los militares de la Revolución Libertadora temían que todo sitio designado para albergar esos restos se convirtiera en lugar de culto. Isaac Rojas expresó ese temor con una fórmula de asombrosa precisión: había que “excluir el cadáver de la vida política”.
Se pensaron muchos caminos distintos para llegar al objetivo, como lo ilustran estos dos pasajes de la obra EVITA, de Carlos De Nápoli:
“—Sin embargo es posible hacerlo secretamente, por ejemplo en una zona despoblada de la Patagonia... sólo es necesario hacer un pozo y llevar dos tambores de combustible.
—Lo más seguro es fondear el cadáver mar adentro con lastre o dentro de un bloque de cemento —arriesgó otro, sin que su idea fuera acogida con entusiasmo alguno”.
En noviembre de 1955, el general Pedro Eugenio Aramburu nombró jefe del Servicio de Informaciones del Ejército (SIE) al coronel Héctor Cabanillas.
Aramburu le ordenó al coronel Cabanillas que organizara el robo del cadáver de Evita de la CGT. Una enfermedad que sufrió Cabanillas, casi de inmediato, hizo que esa tarea recayera en el coronel Moori Koenig.
El 22 de noviembre el coronel abrió el catafalco donde reposaba Evita, y la sacó en un ataúd con una camioneta militar. A partir de entonces, el cadáver tuvo un itinerario demencial. Pasó días en la camioneta en playas de estacionamiento y calles de Buenos Aires, luego fue llevado a una oficina del SIE.
La momia vagabunda recorrió varios edificios militares. Estuvo veinte días escondida en una sede del servicio de inteligencia del Ejército, en la calle Sucre.
La revista 'Siete Días' (enero de 1985) relató un historia rocambolesca ligada a la momia. Hacia el 16 o 17 de noviembre de 1955, en la avenida General Paz 542, el mayor Arandia mató a su mujer, Elvira Herrera de Arandia, de tres balazos en el corazón. Es inútil decir que circularon varias versiones. La más conocida es la siguiente: Arandia había formado parte del “Operativo Evasión” y tenía a Evita escondida en el ropero. En medio de la noche su mujer, que estaba embarazada, se levantó para ir al baño. Terriblemente nervioso, el mayor creyó que venían a apoderarse del cuerpo, saltó sobre su pistola calibre 38 y tiró sobre el bulto que se movía en las tinieblas.
Todos estos acontecimientos terminaron por convencer a Moori Koening de que no podían seguir trasladando la momia de un lado para el otro. La llevó a su oficina del cuarto piso, en la sede central del servicio de inteligencia, SIE, esquina de Callao y Viamonte, y la puso en una caja de madera que había contenido material radiofónico y que llevaba la inscripción La Voz de Córdoba. Se decía que dos oficiales medio borrachos habían llevado a unas mujeres para mostrarles a la muerta. Evita estuvo allí hasta 1957.
De hecho, los temores de los golpistas no eran infundados. Militantes peronistas habían montado una permanente vigilancia en los alrededores del edificio de la CGT y la operación inicial no pasó inadvertida, aunque el discreto seguimiento que iniciaron sobre el camión militar que llevara el cadáver quedó cortado con el ingreso a la zona portuaria, cerrada y controlada por la Prefectura Naval, en horas de la noche.
A partir de ese momento, los partidarios de Perón previeron una posible acción de rescate a cargo del mayor Mateo Prudencio Mandrini, especialista en Inteligencia de destacada actuación en tiempos del régimen depuesto y de una reconocida fidelidad al mismo. Con esos antecedentes, la revolución había puesto fin a su carrera.
Tras realizar algunos desplazamientos y detenciones destinados a desorientar a sus posibles seguidores, el camión fue llevado en la noche a una dependencia del SIE. ubicada en la calle Sucre 1835, en la zona de Buenos Aires denominada Barrancas de Belgrano.
Desde un antiguo edificio situado en la acera opuesta, los hombres de Mandrini acechaban continuamente a la espera de la oportunidad de dar un “golpe de mano”, rescatar para los peronistas el cadáver y ocultarlo hasta que cambiara el signo de los tiempos.
Pero dos noches después, otro camión retiraba la fúnebre carga mientras una “operación cerrojo”, montada con otros vehículos en calles adyacentes, impedía momentáneamente el tránsito y, por supuesto, el seguimiento.
Esta vez los peronistas perdieron todo rastro del cuerpo de “la abanderada de los humildes” y por largos años su paradero quedaría envuelto en un secreto impenetrable.
El entonces jefe del regimiento de Granaderos, el mayor Alejandro Agustín Lanusse —futuro presidente de facto en 1971— le pidió al sacerdote Francisco “Paco” Rotger, quien era vicario castrense y confesor de la familia Lanusse, que intercediera ante Pio XII para lograr poner a resguardo el cuerpo mancillado de Eva. Rotger pertenecía a la Compañía de San Pablo, comandada en Italia por el padre Giovanni Penco.
El grupo militar tuvo que averiguar cómo se podía exhumar un cadáver para enviarlo a Europa, visitando un Registro Civil, y luego fabricando los sellos de goma que fueron copiados hasta con sus desgastes y defectos, a partir de las muestras en papel que habían obtenido.
La documentación ya completa y con todos los datos de María Maggi de Magistris (nombre falso para el cadáver de Evita) fue cubierta con papel negro abrochado en los bordes que sólo dejaba ver el espacio para las firmas, que un hábil “copista” estampó con total seguridad.
Así, en abril de 1957, el cuerpo de Maria Maggi de Magistris fue embarcado en el buque italiano Conte Biancamano, con destino a Génova. También viajaba junto con ella el suboficial Manuel Sorolla— en calidad de hermano de la muerta, con el nombre falso de Carlo Maggi— y el mayor Hamilton Díaz en calidad de esposo, con el nombre de Giorgio Magistris.
El cuerpo, del tamaño de una púber, iba en un ataúd lleno de cuatrocientos kilos de piedras para que no se golpeara. Al llegar a Génova, una fanfarria esperaba al trasatlántico. Los agentes de inteligencia pensaron que el operativo había sido descubierto, pero lo que en realidad ocurría es que en la misma bodega que Evita viajaban las partituras de Arturo Toscanini, rumbo al museo de la Scala de Milán.
El ataúd fue trasladado a Milán en una furgoneta de golosinas, probablemente de la fábrica de chocolates Ferrero. El 13 de mayo de 1957, a las quince y cuarenta, el cuerpo de Maria Maggi de Magistris ingresó al cementerio Maggiore de Milán, la ciudad de los muertos plebeyos, en el barrio del Mussoco, y fue enterrado en el tombino 41 del campo 86. La revista Zona investigó esta historia exhaustivamente, en 1997.
El contrato hecho por Penco se prolongaba por treinta años. El cuidado de la tumba estuvo a cargo de una laica de la Compañía de San Pablo, Giusseppina Airoldi. Los dueños del secreto fueron el coronel de inteligencia militar argentino Cabanillas y el sacerdote Penco. También, a su turno, los papas Pio XII y Juan XXIII, y el encargado de la Compañía de San Pablo que sucedió a Penco, Giulio Madurini, el general Aramburu y el general Lanusse. La historia de Eva y el enigma de la desaparición de su cadáver marcarían a fuego las décadas que siguieron. La historia estallaría nuevamente en 1970.
EL CADÁVER HERIDO
Pasaron los años y para los jóvenes peronistas (en especial para los que formaban la incipiente organización guerrillera Montoneros) quedaba una enorme injusticia por reparar: había que encontrar el cuerpo de Evita.
La indiferencia demostrada por Perón frente a Pedro Ara se había confirmado: el Líder exiliado, pero todopoderoso, nunca había utilizado su influencia sobre el gobierno argentino —influencia debida a su poder de atizar o desinflar una huelga para exigir que le devolvieran el cadáver desaparecido. Los Montoneros, muchos de ellos futuros cadáveres y futuros desaparecidos, iban a remediar la situación. Y el único que sabía dónde estaba la muerta era Aramburu. Ellos, al menos, lo creyeron así.
El 29 de mayo de 1970, dos hombres uniformados se apersonaron en lo del entonces ex presidente y lo obligaron a subir a una camioneta con vidrios ciegos. Ocho horas más tarde llegaron a un rancho perdido en la pampa y le anunciaron al prisionero que sería juzgado por un tribunal revolucionario. Uno de los objetivos del secuestro era conocer el lugar donde estaba enterrado el cadáver de Evita.
En principio la organización guerrillera reclamaba, para la liberación del secuestrado, la devolución del cadáver de Evita, pero no hubo ninguna respuesta del gobierno militar a este pedido de negociación.
En el punto 4 del tercer comunicado de Montoneros del 31 de mayo de 1970, se encontraba a Aramburu responsable ‘de la profanación del lugar donde reposaban los restos de la compañera Evita y la posterior desaparición de los mismos, para quitarle al Pueblo hasta el último resto material de quien fuera su abanderada’.
En el mismo comunicado, el Tribunal Revolucionario había resuelto ‘condenar a Pedro Eugenio Aramburu a ser pasado por las armas en lugar y fecha a determinar’, y también ‘dar cristiana sepultura a los restos del acusado, que sólo serán restituidos a sus familiares cuando al Pueblo Argentino le sean devueltos los restos de su querida compañera Evita’.
Mario Firmenich, el comandante, comenzó su interrogatorio. Aramburu contestó a todas las preguntas. Habló del fusilamiento de Juan José Valle y de otros veintiún peronistas, y reconoció su parte de responsabilidad en esa ejecución llevada a cabo en 1956. Pero cuando le preguntaron dónde estaba el cuerpo de Evita, se quedó “come paralizado”, según el testimonio del propio Mario Firmenich, el jefe de los Montoneros. Hizo un gesto para que detuviesen la grabación y murmuró: “No puedo decirlo por razones de honor”. Como sus carceleros insistían, prometió reflexionar. Al amanecer les reveló que el Vaticano se había encargado de todo, y que Evita estaba enterrada en un cementerio de Roma bajo un nombre falso. Después se supo que en realidad estaba en Milán.
Pero lo que Aramburu no soltó fue el nombre del notario al que él mismo le había entregado el sobre cerrado con las informaciones precisas sobre la tumba de Evita. Aramburu no sabía dónde estaba el cadáver. Nunca había querido saberlo. Ante el silencio oficial, el grupo Montoneros asesinó a Aramburu. El 9 de julio de 1970 cayó muerto en un enfrentamiento el montonero Emilio Maza. En la casa operativa de Córdoba donde se escondía, la policía encontró pistas que condujeron a reconocer a los secuestradores y al hallazgo del cadáver de Aramburu, el 16 de julio, en la localidad de Timote, provincia de Buenos Aires.
Dos días antes, el general sin tropa Marcelo Levingston había sido nombrado a dedo presidente de la Nación, cuando ni siquiera se encontraba en la Argentina.
Duró sólo 9 meses –fue quizá un mandato ‘embarazoso’- y entonces, en este marco, el partido militar cerró filas y confió su destino al Gral. Agustín Lanusse, quizá el militar más político y más inteligente que había dado el Ejército después de Perón.
DEVOLVIENDO EL CADÁVER LUEGO DE DIECISEIS AÑOS
Lanusse debía buscar una salida política al caos y al vacío de poder. Su idea era ser el candidato presidencial de una singular alianza cívico-militar que abarcara a todos los partidos políticos, incluido el peronismo, pero sin Perón. Poco después de asumir, en marzo de 1971, Lanusse hizo un gesto conciliatorio hacia Perón, cuando decidió entregarle el cadáver de Evita. Lo hizo, además, para ganarle la partida a Montoneros y a la CGT, entonces comandada por el metalúrgico José Ignacio Rucci, que ya rastrillaban cementerios italianos en busca de la tumba.
Lanusse recurrió a Manrique y para éste resultó muy simple para deducir quién podría ocuparse de revertir lo realizado en 1957 con los restos de Eva Perón.
Por supuesto, Cabanillas fue convocado para hacerse cargo de la operación, previo examen de su factibilidad y de las exigencias que imponía.
Cabanillas empezó por reconstruir el cuadro de situación de catorce años atrás, valido de la completa documentación que había conservado en su poder. La información que poseía simplificaba las cosas. Con la escritura de arriendo de la sepultura, cualquier “pariente” podía obtener autorización para la exhumación y traslado de los restos de María Maggi de Magistris. E igual que catorce años atrás, la forma normal era a través de una funeraria.
El 28 de agosto de 1971, por intermedio de la funeraria Fusetti, del 43 de via Francesco Sforza de Milán, un señor Carlos Maggi, munido de la documentación correspondiente, solicitaba la exhumación de María Maggi, sepultada en el cementerio del Musocco, para inhumarla en España junto a otros familiares.
Perón, que sería el destinatario de esa entrega, vivía en la zona residencial de Madrid llamada “Puerta de Hierro”. Era natural entonces que en esa capital se instalara la cabecera de la operación.
La solicitud, cursada por la funeraria a la oficina milanesa del Ministerio de Sanidad, fue respondida favorablemente el 10 de septiembre de 1971. El mismo día fueron exhumados los restos, y se resolvió cambiar la parte exterior del ataúd, cuya madera se encontraba en muy mal estado tras 14 años en la sepultura.
Giulio Madurini, entonces al frente de la Compañía de San Pablo, contó que realizó la exhumación del cadáver ante el asombro de los sepultureros, que cuando vieron el cadáver intacto de Evita, gritaron: "Miracolo, miracolo" (milagro).
El día siguiente, a las 14.30, un furgón de la funeraria partía con los restos. El señor Maggi iba acompañando al conductor. Durante el largo viaje hacia España, ambos hombres descansaron en Perpignan, desde donde reanudaron la marcha muy temprano el día 3, entrando a España por el Paso de la Junquera.
Más adelante el furgón fue acompañado por otros vehículos que, finalmente, se detuvieron para despedir al confundido conductor, Roberto Germani, que regresó a Italia.
Los restos, acondicionados en otro vehículo, llegaron a la residencia de Perón en Puerta de Hierro alrededor de las 20.30 horas. Previamente se había dado aviso de la hora estimada de llegada al embajador argentino.
Momentos después, el embajador Rojas Silveyra, acompañado por el coronel Cabanillas, hacían formalmente entrega de los restos a Perón, con quien estaban su esposa, Jorge Paladino y López Rega. Se firmó el acta de entrega de los restos, una vez que Perón constató la autenticidad de éstos.
Perón trató de abrir el ataúd y se lastimó con la tapa de zinc. Entonces López Rega, siempre ingenioso, propuso utilizar un soplete oxídrico. Lo miraron consternados. Finalmente fueron a buscar un abrelatas robusto que venció la resistencia de la tapa oxidada. Y Evita apareció. Perón exclamó al verla: “¡Qué atorrantes!” Deslizó un dedo tras la oreja de la muerta, como para cerciorarse de algo, y se puso a llorar.
Mientras él firmaba el formulario de reconocimiento del cuerpo, Isabel deshizo el rodete de Evita que estaba humedecido. Pero se negó a firmar el mismo documento. “Si no la conocí en vida —argumentó con tino—, ¿cómo la voy a reconocer de muerta?”
La prensa de gran parte del mundo comentaba bajo grandes titulares, a partir del sábado 4 de septiembre, la noticia de la entrega de los restos.
Una información de la agencia de noticias ANSA decía que:
La prensa norteamericana se ocupa hoy en forma destacada de la entrega de los restos de Eva Perón, en Madrid, al ex Presidente argentino Juan Perón, por parte del Gobierno de Buenos Aires.
Para el brigadier Jorge Rojas Silveira no hubo ninguna emoción. Años más tarde declaró a un diario, como una prueba de los enconos antiguos que cruzaron esta historia: "Me importó un carajo ver el cadáver de Eva".
Se suscitaron controversias en torno al verdadero estado de conservación del cadáver. Pedro Ara había vuelto a Madrid y lo llamaron para examinar los daños sufridos por el cuerpo. Su descripción esquivó las palabras justas. El cuello, según él, no había sido seccionado. Los senos no presentaban rastros de violencia. Todo era reparable.
Pero Blanca y Erminda Duarte, que habían ido a Madrid para ver a su hermana, publicaron un comunicado muy diferente. Lo hicieron mucho después, en 1985, como respuesta a un artículo del doctor Raúl Matera publicado en la revista Ahora: “Nuestra intención no es reavivar antiguas heridas que nos siguen haciendo sufrir. Pero no podemos ni debemos permitir que la historia sea desnaturalizada. Por eso damos testimonio aquí de los malos tratos infligidos a los despojos mortales de nuestra querida hermana Evita:
—varias cuchilladas en la sien y cuatro en la frente,
—un gran tajo en la mejilla y otro en el brazo, al nivel del húmero,
—la nariz completamente hundida, con fractura del tabique nasal,
—el cuello, prácticamente seccionado,
—un dedo de la mano, cortado,
—las rótulas, fracturadas,
—el pecho, acuchillado en cuatro lugares,
—la planta de los pies está cubierta por una capa de alquitrán,
—la tapa de zinc del ataúd tiene las marcas de tres perforaciones, sin duda intencionales. En efecto, el ataúd estaba completamente mojado por dentro, la almohada estaba rota y el aserrín del relleno, pegado a los cabellos,
—el cuerpo había sido recubierto de cal viva y mostraba en algunas partes las quemaduras provocadas por la cal,
—los cabellos eran como lana mojada, el sudario, enmohecido y corroído”.
Los restos se demorarían aún tres años en regresar a la Argentina, y hechos increíbles todavía dormían el sueño de la ficción, esperando el momento oportuno para entrar por la puerta grande de la realidad.
LA ÚLTIMA ETAPA EN LAS INCREÍBLES DESVENTURAS DE UN CADÁVER ILUSTRE
Durante más de dos años, Perón conservó el cadáver momificado de Evita en el altillo de su casa española. Una o dos veces por semana, la tercera esposa de Perón —Isabel— entraba en el altillo, peinaba la cabellera yerta, y frotaba el cuerpo de Evita con un pañuelo impregnado de agua de colonia. López Rega, el adivino de Perón, intentó transferir el alma de Evita al cuerpo de Isabel, a través de algunos artificios mágicos.
En efecto, versiones difundidas por las hermanas Duarte, convocadas a Madrid cuando se recuperó el cuerpo, hablaban de ceremonias secretas junto al cadáver momificado, un ritual fúnebre en el que oficiaba López Rega con la probable intención de que “la tercera esposa” participara ‘del aura de Evita.’ Según las versiones más tremendistas, el “Brujo” hacía que Isabel se acostara sobre el ataúd mientras encendía velas y musitaba palabras mágicas. Pero ellas, las hermanas, hubieran preferido un trato más respetuoso, en otras palabras, que el cadáver fuera sepultado cristianamente en Madrid.’
Perón retornó provisoriamente a la Argentina en noviembre de 1972, y definitivamente el 20 de junio de 1973, no pudiendo aterrizar en el aeropuerto de Ezeiza al producirse una masacre entre sus propios partidarios. El 12 de octubre de 1973 se convirtió, por tercera vez, en Presidente de la Nación. Unos meses después, el 1 de mayo de 1974, denunció a Montoneros como mercenarios infiltrados en el movimiento peronista. Falleció apenas ocho meses después de haber asumido, el 1 de julio de 1974.
Hablando años atrás desde la Casa Rosada, no había vacilado en declarar que “se movía entre una corte de aduladores y alcahuetes”. Con ese convencimiento y su poco esperanzado concepto de la naturaleza humana, al sentir próximo su fin, fue coherente al prohibir que su cuerpo fuese embalsamado. Sabía que, paradójicamente, la seguridad de que su cuerpo no fuese usado por amigos ni enemigos, dependía más de una natural descomposición que de la ilusoria eternidad de la momia.
En la noche del 14 al 15 de octubre de 1974, la paz del cementerio de la Recoleta fue turbada por el accionar de un comando guerrillero que, después de reducir al personal de vigilancia, violentó la tumba de Aramburu y se llevó el ataúd con sus restos, dejando leyendas en que se atribuían el atentado, pintadas con aerosol en una tumba próxima. Una de las consignas que comenzó a aparecer en muchas calles del país era: ‘ARAMBURU X EVITA’.
El 17 de octubre de 1974, un vuelo charter transportó a Evita de Madrid a Buenos Aires. La llevaron a la Residencia de Olivos, donde el doctor Domingo Tellechea emprendió los trabajos de reparación que Perón había omitido en cargar desde que le entregaran el cuerpo tres años atrás.
El lunes 18 'La Nación' informaba en página uno:
Descansan ya los restos de Eva Perón en la cripta de la capilla de Nuestra Señora de Luján en la residencia presidencial de Olivos.
Al lado había otra noticia destacada:
Fueron devueltos los restos de Aramburu. Reposan nuevamente en la Recoleta. Halláronse en una camioneta abandonada en la calle Salguero a 100 metros de la Avenida Las Heras. Los terroristas avisaron a los diarios y luego intervino la policía.
Con el desplazamiento del gobierno justicialista y el abandono del proyecto del “Altar de la Patria”, el gobierno de facto debía poner fin a la permanencia de los restos de Perón y Eva en la quinta presidencial de Olivos.
La historia no terminó ahí. En 1976, el dictador Jorge Rafael Videla ordenó su traslado a la bóveda de la familia Duarte en el cementerio señorial de La Recoleta. Evita fue enterrada bajo una gruesa plancha de acero, a seis metros de profundidad.
A efectos de dotarla de mayor seguridad, la estructura de esa obra fue reforzada con acero y concreto, dotándola de puertas de acceso blindadas.
El viernes 26 de octubre de 1976 a las 17.55 o sea casi a la hora de cierre de la necrópolis, una ambulancia blanca con el féretro llegaba acompañada del breve cortejo de las hermanas y unos pocos efectivos de seguridad.
Sin la presencia de público ni periodistas, tras un breve responso, el cuerpo fue depositado en el segundo subsuelo de la bóveda. Evita descansaba finalmente entre los suyos.
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