24 de junio de 2012
Acaba de consumarse la farsa: el presidente del Paraguay, Fernando Lugo, fue destituido de su cargo en un juicio sumarísimo en donde el Senado más corrupto de las Américas –¡y eso es mucho decir!– lo halló culpable de “mal desempeño” debido a las muertes en el desalojo de una finca en Curuguaty. Esa matanza fue una trampa montada por una derecha que desde que Lugo asumiera el poder estaba esperando el momento propicio para acabar con un régimen que, pese a no haber afectado a sus intereses, abría un espacio para la protesta social y la organización popular incompatible con su dominación de clase.
A pesar de las advertencias de numerosos aliados dentro y fuera de Paraguay, Lugo no se abocó a la tarea de consolidar la multitudinaria pero heterogénea fuerza social que con gran entusiasmo lo elevara a la presidencia en agosto de 2008. Su gravitación en el Congreso era absolutamente mínima, uno o dos senadores como máximo, y la capacidad de movilización que pudiera demostrar en las calles era lo único que le daba gobernabilidad a su gestión.
Pero no lo entendió así y a lo largo de su mandato se sucedieron múltiples concesiones a la derecha, ignorando que por más que se la favoreciera ésta jamás iría a aceptar su presidencia como legítima. Gestos concesivos hacia la corrupta oligarquía paraguaya lo único que lograron fue envalentonarla, no apaciguar la virulencia de su oposición. Pese a estas concesiones, Lugo siempre fue considerado como un intruso molesto, por más que promulgara en vez de vetarlas las leyes antiterroristas que, a pedido de “la Embajada”, aprobaba el Congreso.
Es una derecha que, por supuesto, siempre actuó hermanada con los planes de Washington para impedir, entre otras cosas, el ingreso de Venezuela al Mercosur. Tarde se dio cuenta el presidente ahora depuesto de lo “democrática” que era la institucionalidad del estado capitalista, que lo destituyó en un tragicómico simulacro de juicio político violando todas las normas del debido proceso.
Una lección para todos los pueblos de América latina y el Caribe: sólo la movilización y organización popular sostiene gobiernos que quieran impulsar un proyecto de transformación social, por más moderado que sea, como fue el caso de Lugo. La oligarquía y el imperialismo jamás cesan de conspirar y actuar, y si parece que están resignados ante el avance de un gobierno instalado por una mayoría popular, esta apariencia es enteramente engañosa, como se acaba de comprobar una vez más en el sufrido país hermano del Paraguay.
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