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Al fin y al cabo, tampoco era tan difícil: sin oposición, con toda la plata, adaptándose al aire de la “cultura” ambiente, con un poco de fraude, la Calandria se llevó todos los premios electorales. Aunque los electores fueran muchos menos de los que hubiera deseado alguien derecho. Un treinta y pico de ellos, disfrazado de cincuenta y pico, bombos y platillos; un poco de gente para festejar en un salón de hotel donde se dieron la mano los peores gremialistas, los mejor pagos “camporizados” y los más activos maricones; muchos de los que estuvieron en la plaza de Mayo arreados bajo el persuasivo poder de los “planes”, y ya está: fiesta cívica con un poco de mula, pero fiesta al fin. Para cantar y para bailar, como bailó la viuda con esa poca gracia que debe arrastrar desde los setenta.
La mula grande apareció al día siguiente. Y se acabó lo que se daba.
El asunto es: ¿No supo la Calandria que venía tormenta? ¿Tiene un “volido” tan corto como para no haberlo previsto? ¿Tan ladina fue para callárselo? ¿O es que, una vez más, cantaba con canto ajeno?
Parece que hubo varias cosas juntas: la “ubicaron” en la reunión de los grandes en Francia, la volvió a “ubicar” el morocho figurín norteamericano, y aunque allá se mandó una clase teórica sobre lo obvio, llegó de vuelta y pidió los números: no cierran. La plata no está y se pone bravo “cuando todas las puertas están cerradas y ladran los fantasmas de la canción”.
¿Cómo hacer para seguir contando la historia del “mayor crecimiento con inclusión” y ocultar que cada vez hay más pobres, que cada vez hay más gente durmiendo tirada en la calle, que crecen las villas miseria con propios y ajenos? ¿Cómo hacer para tapar el aumento de la deuda externa cuando apenas se acalló un poco al acreedor más poderoso y se hace el aguante -un aguante que implica deber el abismal interés del interés- frente a todos los demás?
De entrada, la Calandria quiso echar mano de los más obsecuentes y de entre ellos mandó al frente al carancho ñato, que tiene fama de malo. Pero lo que pasa es que ella no le tiene confianza: el carancho anduvo siempre demasiado cerca de los mangos del pingüino y, desde el primer día, la viuda sabe que sólo los testaferros conocen cifras oscuras que el otro jamás confesó. Ni el pingüinito, al que desde chico enseñaron a sacar la plata afuera por el confín austral, sabe bien qué cosa es de quién. Y así -la Calandria de eso entiende- no hay lealtades duraderas. Los cercanos, entonces, esos que están queriendo solamente durar, no le van a servir de mucho. Por lo menos se le van a quedar con los vueltos.
Ni el pavo grande que se ha puesto al lado, más allá de que ella proclame lealtades, le va a durar el día que esto se ponga más espeso. Y entonces la Calandria, que es pícara, altanera y nada zonza, encontró la fórmula: las malas noticias las van a dar los caranchos, ella está para las buenas. Para jugar de buena.
Usted lo sabe, por naturaleza la calandria es ligera, canta el canto de los otros como si fuera propio y está siempre atenta para levantar lo que le dejen a mano. Además, mientras sean más chicos que ella, corre siempre a los demás pájaros. Irla de buena, entonces, no es una tarea fácil para la Calandria. Horas ante el espejo le insume lograr el tono para decir que “no se enoja más”, sabiendo lo puteadora que fue toda la vida. Las mismas horas que se toma su ignorancia para explicar a todo el mundo lo que ya todo el mundo sabe, pero que al final ella también se cree. Porque nuestra Calandria se ha convencido de que los grandes problemas del mundo se resuelven con ese tono y esa mentalidad de maestra secundaria que no acierta a alejar de sus discursos. En fin, mucho trabajo forzado que si a algo huele es nuevamente a mula.
Vueltas y vueltas daban todas estas cosas por la cabeza del hornero que, habiendo trabajado toda la vida, ya veía que la carga se iba a volver una vez más contra él. Porque, claro, a él, que nunca había recibido nada sino de su trabajo, le venían ahora a echar en cara planes y subsidios como si los hubiera inventado y cobrado. Nadie se tomó el trabajo de explicarle dónde había ido a parar esa plata de los subsidios, en qué bolsillos amigos del gobierno había desaparecido del mapa. Ni tampoco le dijeron qué iba a pasar con los de los planes que sólo sabían evadir el laburo que él se tomaba a pecho, y eso por generaciones. Sin embargo, los mismos que los habían establecido y ahora ya no sabían cómo pagarlos, le hablaban al hornero como si fuera él quien había disfrutado del festín. Como siempre: “con los bonos, con los préstamos, con el uno a uno, con el corralito y con el corralón, el que los paga sos vos, crédulo trabajador” le parecía oír.
Pero, por otro lado, el hornero quería creer. Y si todos esos industriosos chimangos sonreían aplaudiendo el discurso de la Calandria, él también tenía ganas de sonreír cuando le prometían “sintonía fina”, aunque fuera no tan fina la de la proposición. Claro, los chimangos nunca habían sido demasiado industriosos de por sí; pero, mal que mal, siempre habían andado revoloteando detrás de las sembradoras del Estado y se los veía gordos y bien reproducidos. Así que, con esas tribulaciones, lleno de sensaciones encontradas para los futuros cuatro años, se arrimó al tero como para aconsejarse.
El tero conoce a la Calandria porque siempre la vio volar desde arriba. Y sabe que, aunque sólo fuera por aquello del tango -“hoy un juramento, mañana una traición; amores de estudiante flores de un día son”- ni el Pingüino le tenía mucha confianza a esta pulpera de Santa Lucía. Por eso, cortito esta vez, le largó la cita por toda conclusión:
“Como dijo un entrerriano gracioso y observador,
Comentando de un curita que cantó el aura y colgó:
‘El hombre ha jodido a Dios, ¿no te va a joder a vos?’ ”
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