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Repollos y Chupetines - Enrique Guillermo Avogadro

“En última instancia, la política tiende a declinar porque, desgraciadamente, no se ganan elecciones con ciudadanos sino con consumidores”.
Eduardo Fidanza
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El vertiginoso ritmo que el maravilloso aparato de comunicación del Gobierno impone a la agenda de los argentinos, impulsado por la necesidad de ocultar problemas tales como el affaire Ciccone, el crimen de Once y la falta de dólares para hacer frente a los pagos de la deuda y de las importaciones de energía, hace que, en general, se carezca de tiempo para la reflexión. Cada vez que pretendo pensar en el país futuro, me encuentro con que ha producido algo de tal magnitud que no se puede dejar pasar y, entonces, caigo nuevamente en comentar lo cotidiano.
La expropiación de las acciones de Repsol en YPF –que, más allá de la compartida responsabilidad de la empresa española en el vaciamiento de la petrolera, tiene notables elementos inconstitucionales- ha generado en la población en general, y en la oposición en particular, un apoyo de tal tamaño que recuerda el que obtuvo la guerra de Malvinas o el que concitó la declaración del default; en este caso, recuerdo el horror que me produjo contemplar a la Asamblea Legislativa casi unánimemente en pie, aplaudiendo a rabiar una medida que nos haría caer en el precipicio.
Galtieri, Adolfo Rodríguez Saa, Menem y los Kirchner no nacieron de repollos, son “nosotros”, como fueron “nosotros” todos y cada uno de los presidentes, gobernadores y legisladores que hemos sabido conseguir a lo largo de nuestra historia como país independiente, cualquiera fuera el partido, aún el militar, que lo hubiera entronizado.
Como pueblo, y vaya Dios a saber por qué razones, lo cierto es que los doscientos años que hemos dejado atrás no han servido, evidentemente, para convertirnos en una “nación”. Mal que nos pese, nunca hemos dejado de ser un mero “consorcio”.
Quien vive en un departamento seguramente comprende a qué me refiero. Tenemos un territorio (el edificio), un estado (el administrador), una constitución (el reglamento de copropiedad), un poder legislativo (la asamblea y el consejo de administración) y, para mantener funcionando eso, pagamos impuestos (las expensas). Pero no hemos sido, tal vez nunca, una “nación”, es decir, una unidad de destino, con políticas de estado de largo plazo, con un rumbo determinado y, sobre todo, con previsibilidad en su comportamiento.
Así como nos portamos en casa, tenemos similares conductas en la calle y, en general, en el espacio público. Los reglamentos de convivencia –eso es, precisamente, la Constitución Nacional- establecen horarios precisos para los ruidos molestos, por dónde pueden circular las mascotas, cómo sacar la basura, en qué fecha hay que pagar las expensas, cómo utilizar los ascensores, etc.; todas esas normas, por cierto bien elementales y consensuadas para permitir la vida en comunidad, sufren violaciones permanentes por nuestra parte.
Idéntica situación se replica cuando salimos de casa. Por ello, tiramos todo tipo de objetos en la calle, estacionamos nuestros autos donde nos da la gana, descargamos mercaderías a cualquier hora, invadimos sendas peatonales, generamos un ruido infernal y convertimos en objeto de nuestro vandalismo a monumentos, árboles, plazas, fuentes y paredes ajenas.
Como copropietarios (y como ciudadanos), cada vez que una situación nos lo permite abusamos del poder circunstancial que nos ha sido dado para imponer nuestra voluntad, aún cuando ésta vaya a contramano del reglamento que nosotros mismos nos hemos dado. Nuestros gobernantes –o sea, “nosotros”- hacen exactamente lo mismo en la función pública, confundiendo adrede gobierno con estado, y disponiendo de éste y de sus bienes como si fueran propios y privados.
En los edificios, y aún en los barrios y pequeñas comunidades, muchas veces toleramos usos y abusos por temor; quien grita más, quien dispone de una mayor fuerza, nos hace retroceder y evitamos quejarnos por miedo a las represalias. También esa situación, como vemos todos los días, se repite entre gobernantes y gobernados. Cierto es que mucho tiene que ver con esa tolerancia y con ese falso respeto al poderoso nuestra comodidad y la satisfacción de nuestras pequeñas o grandes necesidades cotidianas.
Que, en el camino, se hayan triturado normas e instituciones no parece ser una preocupación de nuestra ciudadanía, al menos en tanto y en cuanto no se afecte nuestro bolsillo personal.
Olvidamos que, cuando el gobierno de turno privatiza o estatiza los activos públicos, también está tocándonos nuestros propios bienes, ya que han sido construidos y desarrollados con los impuestos que pagamos. Y, como lo olvidamos, dejamos hacer; si, además, el tema permite que, de una forma totalmente idiota, nos vistamos con la bandera nacional, mejor aún. Esa falsa manera de comportarnos nos permite, subconscientemente, reconciliarnos con nosotros mismos y enjugar la culpa que nos genera nuestro comportamiento cotidiano frente a la patria y a la república.
Generar una guerra, declarar el default, realizar injustificados pagos al FMI o confiscar violentamente empresas nos hace sentir que somos más “argentinos”, más patriotas. Como el Gobierno lo sabe, ya que es “nosotros”, crea una situación de ese tipo para obtener nuestro apoyo cada vez que éste mengua. No tenía duda alguna, por ejemplo, que doña Cristina había crecido vertiginosamente en la aprobación de su gestión, que venía en caída libre, a partir del conflicto con YPF; hoy, las más serias empresas de opinión pública, registran un nivel de 70%, como el que tuvo a partir del 23 de octubre.
Todas esas medidas, de corte populista y, sobre todo, cortoplacista, son los verdaderos chupetines que recibimos como los niños que, como ciudadanos, en realidad somos. Es difícil que un chico piense en el futuro, ya que es algo que le pertenece por derecho y en lo que no piensa, que le resulta abstracto; cuando quiere algo, lo exige ya mismo, aún cuando se transforme en perjudicial a la larga. Eso hacemos los argentinos, y quienes deberían representarnos y conducirnos utilizan ese conocimiento para mantenernos contentos.
Nuestras universidades, por ejemplo, que estuvieron por muchas décadas entre las mejores del mundo, hoy han desaparecido de todos los rankings mundiales. Eso ha sucedido exclusivamente porque, cada vez, se reduce más el nivel de exigencia en sus claustros; no protestamos por esa declinación sino que pedimos acentuarla y así, cuando las pruebas rechazan a un gran número de inscriptos, pedimos modificarlas y aliviarlas, para evitar que se queden afuera.
Nuestros gobernantes han prohibido, absurdamente por cierto, que se divulguen los resultados académicos de los establecimientos educativos, un elemento fundamental a la hora de elegirlos. Lo toleramos pasivamente y, mientras, los exámenes de comprensión, de matemáticas y de ciencias a los que son sometidos nuestros jóvenes arrojan niveles de deterioro cada vez mayores.
Pero, tal como sintetiza magistralmente Eduardo Fidanza en la frase que encabeza esta nota, mientras podamos seguir consumiendo lo que queremos, y nos sigan entregando chupetines nacionalistas, no estaremos dispuestos a encarar ninguna acción o a levantar ninguna real bandera, aún cuando éstas sean la de la decencia frente a la corrupción rampante, la de la indignación frente al sojuzgamiento de la Justicia, la de la libertad frente a los abusos del poder.
La Argentina, una vez más, se encuentra frente a una dramática encrucijada: debe escoger, y hacerlo ya mismo, entre madurar como sociedad, recuperar sus instituciones –en especial, su Justicia- y reinsertarse en el mundo u optar por continuar así, en este camino de lenta pero permanente decadencia, que terminará por hacerla desaparecer como entidad jurídica. Si elige mal, alguna vez, como aquel geólogo encarnado por el incomparable Tato Bores, la humanidad entera se preguntará si alguna vez existimos.

Bs.As., 22 Abr 12
Enrique Guillermo Avogadro
Abogado


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**Visita: http://bohemiaylibre.blogspot.com

Preguntas sin Hacer - Enrique Guillermo Avogadro


“Los funcionarios son como los libros de una biblioteca: los situados en los lugares más altos son los más inútiles” Paul Mason
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La semana pasada, más allá de los lentos progresos y retrocesos de la causa Ciccone/Boudou, de la confirmación del aislamiento internacional de la Argentina de la mano del reclamo de 40 países ante la OMC, de los reiterados agravios de Patotín Moreno a propios y extraños, y de nuevos y contraproducentes fuegos de artificio sobre el tema Malvinas, me llamaron la atención dos asuntos claves que, sin embargo, no parecen haber recibido tratamiento importante de los medios y que, mucho más curioso aún, que no hayan generado un escándalo.
El primero se refiere al ¿asalto? a una camioneta que, sin custodia de ningún tipo, transportaba un sofisticado arsenal, muy superior en sus prestaciones al que disponen, aquí, las fuerzas de seguridad. La forma misma en que la noticia fue divulgada es, como mínimo, rara. ¿Alguien sabe quién era el propietario de las armas y municiones “robadas”? ¿De dónde salieron y hacia dónde iban?
Como tengo muchos años, pero aún conservo la memoria de los hechos que me tocó vivir, en el momento exacto en que me enteré del hecho y de sus circunstancias pensé en un delivery para alguien interesado en contar con ese armamento. Es decir, tuve toda la sensación de estar contemplando un montaje para ocultar una entrega planificada a algún grupo, subversivo o directamente delincuencial.
En ambos casos, estaríamos ante una situación harto peligrosa. Si se trató de una jugada de delincuentes “comunes”, por la pérdida de vidas policiales y civiles que traerá aparejada la disponibilidad de tan sofisticadas herramientas; si, en cambio, estuviéramos ante una entrega planificada y disfrazada a un grupo político, sería bastante peor, por cierto.
Salvo algunas organizaciones adictas al Gobierno, no existen hoy en la Argentina grupos organizados capaces de generar hechos de violencia; por lo demás, algunas de esas “asociaciones” afines han hecho pública su voluntad de defender al “modelo” y, consecuentemente, a la señora Presidente, “hasta las últimas consecuencias”. Conociendo los antecedentes políticos y terroristas de muchos de los funcionarios actuales, la imaginación no deberá esforzarse demasiado para entender qué quiere decir, en este caso, esa tan remanida frase.
Por lo demás, y en vista a los muchos privilegios que esta nueva y mercantilizada militancia ha obtenido de su cercanía con el poder, resulta dable pensar que estén dispuestos a defender, a como dé lugar, sus pisos en Puerto Madero, sus autos y motos fantásticos, sus campos, sus yates y aviones y, en última instancia, hasta su libertad personal, todo lo cual podría ser puesto en riesgo en caso de que el reinado K terminara abruptamente su ciclo.
El segundo tema, infinitamente más grave, es el proyecto de ley que el Ejecutivo enviará al Congreso para limitar y coartar la posibilidad de los particulares –ciudadanos y empresas- puedan recurrir a la Justicia para frenar abusos de poder por parte del Estado. Como dije, este asunto reviste una gravedad trascendental y definitoria sobre la libertad, en todas sus formas.
Para que resulte comprensible para quienes no son abogados, se trata de restringir la facultad constitucional de los jueces de suspender los efectos de una medida –ley, decreto, resolución u ordenanza- cuando ésta afecta los intereses de un individuo o de un colectivo de ellos. A mero título de ejemplo y, por supuesto, forzando la hipótesis, si ese esperpento legal fuera sancionado de nada valdría que cualquiera, ante la toma de su propia casa ordenada por el Estado, pudiera impedirla por decisión judicial ya que, a partir de entonces, los magistrados no podrían dictar, como sucede ahora, una medida cautelar hasta tanto se decida sobre el fondo de la cuestión.
El Poder Ejecutivo, con su proyecto, avanza en su decisión irrevocable de convertir a doña Cristina en emperatriz de la Argentina, es decir, en terminar irremediablemente con la República.
Lo notable no es que la ciudadanía, que no tiene por qué saber derecho procesal, no reaccione frente a una noticia cuyas implicancias ignora. Lo que asombra es que ninguna de las diferentes asociaciones de abogados, que las hay de todo tipo y color, haya puesto el grito en el Cielo.
Nada, ni Ciccone/Boudou, ni la inaudita prohibición de importar libros que decretó –por supuesto, informalmente y antes de retractarse- don Patotín, ni la miserable utilización política de la gesta de Malvinas, tienen dentro suyo el huevo de la serpiente que esta norma parirá porque, con su sanción por el Congreso expressdel cristi-kirchnerismo, la libertad habrá muerto en la Argentina y todos los derechos humanos –los actuales, los que verdaderamente debieran ser protegidos y garantizados- establecidos por nuestra Constitución habrán dejado de existir como tales, y se convertirán en una mera gracia del poder.
Esto es lo que legará el período K -¿podríamos decir “la noche” K?- al futuro. Un país sin instituciones, sin vínculo alguno con el mundo, fracturado hasta en su esencia, con su sistema previsional quebrado, sin reservas importantes de petróleo y gas, con sus esquemas públicos de educación y de salud en crisis, con altísima inflación, con una corrupción creciente y endémica, sin infraestructura de transporte y con índices de inseguridad que, poco a poco, nos acercan al México de los narcos y de las maras.
Y lo peor de todo es que ese cúmulo de calamidades se habrá concretado en pos de un proyecto imperial que, tanto por lo trasnochado de sus categorías mentales y por su falta de conexión con la realidad cuanto por estar estructurado en torno a una única e irremplazable persona está, necesariamente, condenado al fracaso, aunque éste sólo dependa, en su última instancia, de la biología.
El domingo pasado, ese maestro de periodistas que se llama Jorge Fernández Díaz escribió, en La Nación, una de las mejores descripciones del cristi-kirchnerismo que he leído y que recomiendo con fervor. En esa nota, a la que tituló “Neosetentismo, esa forma sutil de ser gorila” (http://tinyurl.com/c7wenku), su laureado autor describe, con la precisión de un cirujano, las batallas que se libran, desde el núcleo central del proyecto imperial, contra la vieja y popular cultura peronista, a la que busca no destruir sino reemplazar.
Hoy, cuando ya han pasado nada menos que cincuenta y siete años desde que el primer Perón fue derrocado, y treinta y ocho desde que el segundo muriera, y el tiempo nos permite mirar el pasado con más serenidad, aún a aquéllos que nos tocó vivir e interpretar la historia reciente. Como dice Julio Bárbaro, el peronismo del abrazo con Balbín y del radicalismo adversario que despedía a un amigo, no tiene nada que ver con este proyecto sectario y centrífugo, hoy en el poder; este “modelo” maniqueo, en el cual sólo hay obsecuentes o enemigos, centra su objetivo en la compra más abyecta de voluntades, ignorando que hasta las prostitutas odian a sus clientes, por mucho que éstos les paguen.
Espero, contra toda esperanza, que la señora Presidente reflexione, que entienda que ella –como todos los demás- es finita, y que no avance en la destrucción de los pocos cimientos de República que quedan en la Argentina; porque necesitaremos de esas bases últimas para reconstruirla y, sobre todo porque, si no lo hacemos, dejaremos de ser un país para ser, como tantos otros en la historia de la humanidad, sólo un recuerdo.
En la medida de lo posible, ¡feliz Pascua de Resurrección! y ¡feliz Pésaj!. Hoy, para los 649 héroes de Malvinas, ¡gloria y loor!
Bs.As., 2 Abr 12
Enrique Guillermo Avogadro
Abogado
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**Visita: http://bohemiaylibre.blogspot.com

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